La lluvia de la madrugada le alivio un poco el alma. El sonido del agua cascando sobre el techo, eximia un poco en el, la culpa inconsciente, e injusta, de su insomnio. Tendido de costado sobre su lecho, observaba el choque constante de las gotas sobre su ventana, escupidas por las ráfagas intermitentes de la tormenta. Por unos instantes, el dibujo del agua recorriendo el vidrio, formaba una maraña abstracta en la cual imaginaba miles de formas que lo devolvían al sopor, a la antesala misma del ensueño; pero era inútil, sabía que no lograría dormirse. Se preguntó, como tantas veces, por que la lluvia le daba esa sensación de protección, de sosiego. Para el, la lluvia representaba una pausa, una justificación, una evasiva natural de la cotidianidad; un paralelismo ancestral de la melancolía infinita que le corroía las entrañas, oxidándolas, como si el tiempo que transcurre no fuese más que brisa salitre. El fulgor de un relámpago lo despabiló por completo, y se dispuso para la reverberación del sonido de un choque lejano con la tierra, que llegaría a sus oídos, como él ya sabía, en unos pocos segundos. Su mujer, se acurrucó buscándolo con su espalda, y el le acomodó la manta hasta debajo de su barbilla, cubriéndola casi por completo. El aguacero, parecía haberse relanzado con el último rayo. Miró el reloj de su mesa de luz. Las cuatro y cuarenta y cinco del despertador, alumbraban de verde su entrecejo fruncido, arrimado para ver de cerca los números borrosos de una visión de mediana edad. Se levantó en absoluto silencio, y se dirigió a la cocina a poner el agua para un té. Hubiera preferido café; hoy quizá lo necesitaría mas que nunca, pero preferían, el y su mujer, preservarlo para el desayuno de sus hijos. En el baño, se observó al espejo mientras se cepillaba los dientes, y decidió que se afeitaría nuevamente. Abismado en sus pensamientos, se cortó el mentón. Chasqueó la lengua maldiciendo la hoja desafilada, y la comparó con la mala racha que le estaba tajando la vida. Se apoyó con las dos manos en el lavabo, y vio como la espuma blanca que le cubría la cara, era dividida por una fina linea roja que bajaba sesgándose hacia su nuez. Aquel pequeño corte – que en otras circunstancias, y como muchas otras veces, sería eso y nada mas que eso: un corte -, aquella madrugada lluviosa, fría y triste, pareció ser un motivo para acrecentar aún más su desesperanza. Alzó su mirada hacia el techo descascarado y preguntó por enésima vez, cual era la razón de su castigo. Maldijo a Dios entre dientes, exigiéndole una respuesta, y se sintió avergonzado casi al instante. Supuso que no era ni el único, ni el que peor la estaba pasando – y sobre todo que la podría pasar mucho peor -. De todos modos, El comprendería que aquel desliz en la especial relación que mantenían, era una consecuencia de su peculiar fe. Después de todo, a sus cuarenta y siete años, al borde del desahucio, sin trabajo, y ya con dificultades para alimentar a su propia familia, parecía que su vida dependía de un milagro; del milagro que rogaba para que la entrevista de aquella mañana, se convirtiera en un empleo. El silbido del agua hirviendo en la jarra, lo emergió de la charla con el alter ego del espejo; se quitó la espuma de la cara con una toalla, se colocó un trocito de papel en la pequeña herida, efectuó una mueca macabra para inspeccionar sus dientes descarriados en el reflejo, resopló, y volvió a la cocina.
En la cocina, el tamborileo de la lluvia cayendo sobre las canaletas de zinc del desagüe, se oía como una batucada carnavalesca. No encendió la luz, y se sentó a beber el té, absorto en la llama azulada del mechero de la cocina. Que le preguntarían? Le darían una oportunidad a su edad? Un año y medio de paro, la frustración y el cansancio de una vida dedicada a trabajar duro, que a estas alturas no le deparaba ni siquiera una mínima seguridad a su familia, le descarriló por completo la moral. Su orgullo mal herido, agonizante, le obstruía el ánimo, lo arrinconaba como a un niño asustado. Creaba sus propios fantasmas, los mas terribles; esos que saben mejor que nadie lo que realmente nos aterra. Para el, ya no había nadie que no lo escudriñara sin burla o compasión; en el barrio, en el bar; ni siquiera en su propia familia. Para caminar en sus zapatos, había que calzarse el par de números menos de la paranoia que aprieta la dignidad; una dignidad maltrecha y superviviente, alimentada a vergüenza. Esa vergüenza, lo encerraba a siete llaves en la mas aciaga, amarga, lejana soledad. A veces, el dolor le embolsaba el alma como un viento de otoño, y se lo llevaba tan lejos, que recurría al alcohol para no sentirse tan patéticamente desdichado. A veces, se lamía como un perro lastimado, y se decía: «Habría que ver como caminarían con mis zapatos».
El reloj marcaba las cinco y media de la mañana, y la lluvia no parecía dar tregua, pintando paisajes bíblicos del viejo testamento en su embotada imaginación. La entrevista era a las ocho en punto. Su ropa estaba preparada en el comedor, sobre la mesa. Su mujer había dispuesto a su gusto, lo mas conveniente para presentarse, y el ni siquiera deslizó un pero, todo lo contrario; el buen gusto era algo de lo mucho con lo que su mujer adornó su tosca vida. Al lado de la pequeña pila de ropa bien planchada, sobre un papel con el diminutivo de su nombre, había unas cuantas monedas. «Seguramente querrás marcharte antes de que me despierte, si es que estoy dormida. Aquí tienes dinero para el autobús; no te preocupes, no lo necesitamos, tenemos lo necesario para escampar esta semana. Mucha suerte, y de no ser así, recuerda que te amamos cada día más». Empaquetó las ropa y los zapatos lustrosos como un piso de mármol en varias bolsas de nylon para protegerla del agua, y dejó el dinero junto al florero vacío del centro de mesa. Se calzó unas botas de goma, y preparó el capote y el paraguas. Caminaría hasta el centro, y una vez allí, se cambiaría la ropa empapada en el baño de alguna gasolinera. Eran ya casi las seis, y pensó que lo mejor sería ir saliendo para llegar con tiempo y tranquilidad. Oteó el comedor preguntándose si olvidaba algo. Una vez encaminado hacia la salida, tuvo la necesidad de ver a sus hijos. Entreabrió la puerta, y los observó por unos segundos, lo necesario para resetear el alma y poner a punto el corazón. Cuando cerró la puerta, cuidando el mas mínimo movimiento para no despertarlos, girando aún sobre sus talones, sus ojos tropezaron con la figura de su mujer difuminada en la penumbra plomiza de la madrugada. Se alearon en un abrazo sin palabras, en silencio. No quería soltarla; quería dejarse morir allí con ella, entre sus brazos. Siempre se planteó aquel momento, como una maldita mala racha; y desde aquella madrugada en particular, enredado en el pelo desgreñado de su mujer, supo que aunque tal vez durara toda la vida, jamás cometería la vileza de sentirse pobre mientras los tenga cerca.
Estuvo tranquilo hasta el mismísimo instante en que la secretaria le comunicó que sería el siguiente. Fué entonces cuando comenzó a perseguirse. Inseguro de su aspecto, se acomodó el cabello miles de veces, como si aquello fuera un tic nervioso. Sus zapatos, y la parte baja de sus pantalones, casi hasta sus rodillas, todavía estaban húmedas; pero se consolaba pensando que cualquiera entendería que bajo aquel diluvio nadie podría salir indemne, ni siquiera en un par de metros recorridos. Detrás de el, había unas veinte personas. Cada rostro, cada pose, cada gesto de aquellos hombres, no hacia mas que hundirlo en la mas profunda tristeza; pero se sintió menos solo y desdichado bajo el denominador común del «consuelo de los tontos», y les deseó desde su corazón, la misma suerte que deseaba para sí mismo. Cuando sintió su apellido desde dentro del despacho, se dio cuenta de la imperiosa necesidad de orinar que lo apuraba.
Se sintió muy cómodo, mucho mas de lo esperado. El encargado de la entrevista, era muy gentil y respetuoso. Se le ocurrió que aquel hombre, no necesitaba hacerle muchas más preguntas para darse cuenta que él era un hombre de trabajo. Sin embargo, cuando comenzó a hurgar en el tema de los estudios, la experiencia en ordenadores, y la preparación en general, la poca esperanza que tenía, comenzó a ahumarle el alma como una brasa salpicada por el agua.
– Dígame señor, en pocas palabras, que podría ofrecerle usted a nuestra empresa?
El buscaba desde hacía unos minutos, ya casi sin prestar atención al entrevistador, figuras en la maraña de gotas de lluvia del ventanal de la oficina; y adrede o no, vislumbró el rostro de sus hijos, y el de su mujer. Entonces, no pudo más. La emoción lo embargó por completo, y se le atragantó a borbotones, sintiendo que sus ojos estallarían en cualquier momento. Bajó la vista, y se observó las manos; esas manos duras y callosas de trabajo, nobles; esas manos ya viejas desde antes que fuese un muchacho, y sin emitir palabra alguna, las alzó a la altura de su rostro; no solo para ofrecerlas, si no también para ocultarse una vez mas de su bendita vergüenza.
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