La primera vez que me lo encontré semejaba uno de aquellos piratas que desde niño me deleitaban cuando leía La Isla del Tesoro de Stevenson. Era un hombre ya rondando los sesenta, el rostro oscuro -creo yo debido al implacable sedimento del mugre y la interperie-, los escasos cabellos desgreñados, la frente amplia, la nariz pronunciada, y como estigma inolvidable a mi memoria matutina: una mal tallada pata de palo fungiendo de pierna derecha.

   Esa mañana -serían como las seis- se aproximó hacia mi carro en el primer entronque donde parar era una obligación para mí y, arrastrando su pata, extendió la mano en señal de súplica. Busqué unas monedas en el pequeño reservatorio junto a la palanca de mi viejo Chevy y, tras bajar el vidrio de mi puerta izquierda, se las dí. Las aceptó con un ligero agradecimeinto que percibí en sus ojos. En ese momento me llegó la luz verde por lo que me ví obligado a imprimirle impulso al carro en dirección al trabajo.

   Lo que al inicio me pareció casual con el pasar del tiempo se fue transformando en pura rutina: casi al salir el sol el viejo pirata, sin parche en el ojo, se me aparecía en aquel semáforo y yo como que guiado por una fuerza que no llegaba a comprender le entregaba unas monedas.

   Cierta mañana decidí cambiar de itinerario, no recuerdo con exactitud el motivo, quizás porque ya no tenía monedas suficientes en el carro, o porque en mi subconciente comenzó a parecerme que estaba agotando la cuota que mensualmente destinaba a tales caridades… Tomé una calle alternativa de tal forma que mi trayecto esquivase el ya predeterminado encuentro con el viejo bucanero.

   Este nuevo camino recorría un círculo dentro del barrio y después se alejaba irremediablemente en dirección opuesta a donde normalmente el mendigo me esperaba. Al final otro semáforo se interponía en mi ruta.

   Cual no fue mi sorpresa cuando descubrí que allí también estaba el viejo Henry Morgan en persona esperándome. Lo vi acercarse y más una vez le entregué las monedas.

   – ? Cómo sabías? Le pregunté, ya bajando el vidrio totalmente.

   Por vez primera lo vi sonreir. La imagen de su boca era semejante a la de un tiburón blanco cuando ataca al surfista indefenso. Una hilera de pequeños y podridos dientes se me insinuaron cariñosamente.

   – Doctor -me respondió mientras me miraba fijamente a los ojos-, ?el señor ha pasado hambre? Este barrio tiene dos salidas -continuó-, usted es de las pocas personas que aún no tiene el corazón de lata. Ayer cuando me entregó las monedas noté en su mirar que ya comenzaba a endurecerse y me dije: mañana cambia de rumbo… y aquí estoy.

   Esa es la pura verdad -finalizó-: un poco de hambre y observación apurada con sentido común; claro con la ayuda de que su barrio tiene solo dos salidas…  

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