Recuerdo su dedo de monja torcido cómo un esqueje, lechoso, huesudo, frío, con la uña limada hasta rozar la yema.
Lo veo alzarse con velocidad hacia su lengua granulada, que asoma tímidamente la cabeza entre ese par de dátiles maduros. Acaricia con precisión milimétrica (adquirida con el hábito y años en la escuela) varias de sus papilas humedeciendo el dedo exento de saliva y rápidamente, sin ni si quiera mirar el libro, pasa página.
Volaron las hojas del calendario como arrastra el viento las suyas a los árboles caducos. Su dedo ya no esqueje si no rama seca, pasea por letras sin tinta, olvida rozar el papel y viaja por mil historias escritas en el mismo rincón.
Cuando desapareció el arte de humedecer la yema, nació el lector de libros electrónicos.
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