Al nacer, Alex fue sometido a exámenes rutinarios como cualquier otro recién nacido. En primer lugar detectaron su camino vital de pensamiento. Para esta tarea un rápido escáner cerebral de los padres solía ser suficiente. La información, recogida de todas y cada una de las regiones del cerebro, se procesaba y explotaba en pocos segundos, dando como resultado un fidedigno esquema mental que orquestaría la vida del neonato.

El segundo paso fue crear una pequeña cantidad de biomoléculas artificiales compatibles con sus propias neuronas cuya misión consiste en complementar y dotar de nuevas posibilidades a la mente de Alex, en lo que se suele denominar sinapsis biónica.

Por último, un experto cirujano añadió dichas biomoléculas a su corteza cerebral. Y así otra mente humana se sumó al gigantesco enjambre digital.

Esta conexión no es sólo necesaria y obligatoria por ley sino que además es irrevocable. La razón de esto es que el individuo es quien es mientras permanezca en el Sistema. La identidad digital está fusionada con la real y ninguna es funcional sin la otra. Las relaciones personales, la educación, la salud, el trabajo…todos estos ámbitos son dependientes de un nutriente común: nuestra información. Y no en forma de vulgares soportes físicos. La información fluye a través de una realidad aumentada que el cerebro es capaz de procesar a través de nuestros ojos. Para ilustrar esto lo mejor es describir algunas escenas cotidianas que podemos encontrar hoy en día:

Al entrar en una tienda la dependienta conoce nuestros gustos al detalle. Cuando vamos a un bar a nuestros conocidos se les advierte de nuestra presencia y a nosotros de la suya. Realizamos todo tipo de transacciones económicas mediante intuitivas interfaces. Encargamos la compra del supermercado mientras volvemos paseando a casa. Todos ellos son procesos que visualizamos y ejecutamos mentalmente.

El anonimato es un viejo romance sobre el que se lee en imágenes que emulan páginas de viejos y polvorientos tomos. Y la intimidad fue desterrada cuando la humanidad decidió que lo único interesante de cada uno era aquello que mostrábamos y no lo que nos reservábamos para personas más especiales, o incluso para nosotros mismos.

Pero volvamos a Alex. Esta noche ha quedado con sus amigos para ir a cenar, aunque también sabe que a su novia le apetece quedarse en casa con con él viendo una película. Como hace mal día no se tarda en sugerir entre sus amigos una quedada virtual. Aunque decide no asistir, mientras ven la película elegida por su novia, él hace una visita a sus amigos. La noche discurre tranquila y Alex puede disfrutar de dos sitios casi de manera simultánea y con diferentes compañías. Quién sabe si su novia estará haciendo lo mismo. La velada resulta un éxito de entretenimiento y de mascarada.

Un día Alex despierta con una sensación extraña. Al acceder mentalmente a sus las tareas es incapaz de ver nada. Tampoco percibe por ningún lado la interfaz de su equipo de música. Entra al baño nervioso y se mira al espejo. No ve las habituales indicaciones de su nivel de ojeras o de sequedad de su piel. Se levanta la camiseta y no hay signos de aprobación o de peligro que le prevengan si ha ganado o perdido peso. Se mira las yemas de los dedos como si las viera por primera vez. Simplemente las tiene delante y todo lo que su cerebro le transmite es que son suyas. El desconcierto se apodera de él y trata de ponerse en contacto con su novia, ya en el trabajo, pero carece de interfaces.  

Finalmente decide vestirse y acercarse al hospital más cercano. Cuando sale a la calle no está seguro en qué dirección deben ir sus pasos. Tampoco del nombre del hospital al que quiere acudir. Se siente tan indefenso como una joven cría a la que su manada ha dejado atrás. Una señora mayor se acerca y le pregunta si se encuentra bien. La expresión desencajada de Alex tratando de situarse en su propia calle ha llamado su atención. La señora le acompaña hasta el hospital más próximo.

Los doctores ocupan semanas enteras examinando minuciosamente su cerebro. Exasperados, la única certeza a la que llegan es que no queda ninguna biomolécula artificial activa en el cerebro de Alex. Se oyen algunas teorías sobre la obsolescencia programada pero enseguida son tachadas de confabulaciones infundadas. Lo ocurrido es algo inédito en la medicina moderna y no hay operación posible que permita conectar un cerebro ya maduro como el suyo. 

Transcurren años hasta que Alex vuelve a sentirse dueño de su vida. Se acostumbra a escuchar a quien tiene delante y a fijar la vista en una única imagen. Aprecia los sonidos, las texturas y los sabores por lo que son y no por lo que un sistema le exhorta a pensar de ellos. Interpreta las expresiones por sí mismo y aprende a leer el lenguaje corporal de las personas. Identifica lo que es vital para algunos e irrelevante para otros. Poco a poco su novia, familia y amigos comprenden que se relaciona con ellos de una forma más lenta, más reflexiva, con menos información pero haciendo mejor uso de ella. Caen embriagados ante su derroche de atención hacia ellos. Su comprensión no es abordable ni definible en términos del Sistema. La mente de Alex trabaja a un ritmo biológico, no a un ritmo biónico.

Con el tiempo Alex se convierte en un icono para aquellos que creen que una vida menos monitorizada y expuesta es posible. Las primeras dudas se desperezan como enredaderas y acechan majestuosas las consagradas bondades del Sistema, dejando al descubierto sus lagunas y vergüenzas. Nace un movimiento social que apuesta por la convivencia de ámbitos de la vida conectados y desconectados y cuya influencia en el devenir de una sociedad más humana será estudiada en la posteridad.

“¡Doctor! ¡Le requieren en quirófano! “- En un hospital, una imagen de Alex es proyectada con el siguiente titular: ”El joven que nos devolvió la humanidad perdida”. Un anciano cirujano se levanta con gesto de satisfacción y asiente sonriente a la enfermera.

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