En la cara tenemos cuarenta y tres músculos además de ojos y orejas y lengua; son mi contacto con el mundo. Hacia abajo, la quietud, no se mueve nada. Solo mi corazón y mis vísceras que lo riegan todo.

Cada año mis hijas me llevan a un lugar remoto: lugares que se quedan grabados en tu memoria visual y en toda la geografía de tu rostro. Deportes extremos y situaciones insólitas, ¿qué más puedo pedir? El resto del año vivo de las rentas; y en mi imaginación se mezclan todas estas sensaciones y algo de fantasía, afilado todo ello por esta impasible dependencia de los otros.

El verano pasado conseguimos atisbar el Polo Norte, ese espacio vacío donde la nada se multiplica indefinidamente y que por no tener, no tuvo ni conquista. Nuestro periplo se inició en el típico crucero a los fiordos noruegos. Cada mañana salía a cubierta y sentía el helor en mis orejas, la brisa que me dejaba entumecido el rostro, lacrimando mis ojos de vieja. Tras navegar durante días por estrechos canales de un verde hiriente, nos dirigimos a la isla de Spitzbergen, el mayor asentamiento humano del Ártico, mientras cruzábamos el mar sorteando enormes bloques de hielo a la deriva.

Nuestro barco avanzaba como un rompehielos atraído por el magnetismo del Polo. Se paraban entonces las máquinas y el bullicio se detenía en el silencio espectral del hielo. Hielo salado, neto, quebradizo. Hielo que abrasa tu cara como si el fuego alimentara su médula.

— Frota, frota… ¡restriégamelo!

— Mamá que te vas a helar.

Entonces quedaba toda la cara entumecida, la piel de un rosa intenso como si me hubieran abofeteado las monjas: los labios amoratados, las orejas encogidas, la nariz tragando el aroma que desprenden los pescados en su agónico aleteo, justo antes de morir, el olor a ozono.

Alguna vez nos acompaña un yerno. Lo que quieren es verme muerta, y trasladar todos los ceros de mis cuentas a las suyas. Entonces me gusta observarles, ver en sus ojos la codicia.

Desembarcamos en Longyearbyen, un poblado minero sin más interés que ser el punto desde donde salen las expediciones al Polo Norte.

Me llevaron directamente al hotel donde me metieron en el sarcófago que es la cama cuando duermo, amarrada como siempre. A la mañana siguiente un helicóptero nos esperaba en el extremo del pueblo, con los motores detenidos para evitar la sacudida de sus hélices.

Empujaba la silla Martín, casado con mi hija menor. Antes de elevarme mediante la rampa de apoyo, voltearon la silla, y le vi de frente. Son todos iguales. Todo amabilidad, mantequilla, pero cuando se acerca el peligro una especie de temblor les invade, adrenalina que sube y baja y ese tono amarillento que adquieren sus ojos. Luego subieron los dos al helicóptero y entre todos me trasladaron a una especie de trineo ortopédico, una silla que se deslizaría en el hielo y a la que me ataron con decenas de tiras de velcro. Nos encaminamos a la estación científica de Barneo, donde nos esperaba el equipo en tiendas de campaña.

No se nada de noruego ni de ruso, pero soy experta en el lenguaje no verbal. La gente no sabe adónde mirar ni qué decir, se quedan sin palabras. Y hacen aspavientos con los brazos como si transportar a una vieja parapléjica pusiera en peligro su línea de flotación.

Por no sentir, no siento ni el frío ni el calor, tan solo la quemazón de las orejas y el rostro en contacto con el aire helado. El hielo perpetuo es inquietante.

Y al día siguiente, de nuevo al helicóptero que nos llevaría a sobrevolar el único lugar del globo donde todas las direcciones miran al sur, el Polo Norte Geográfico.

Estábamos rodeados de una llanura irreal, el reflejo de un espejo con el azogue desgastado. Centenares de millas de nada. Cielo y ¿tierra? Ni un atisbo. Este es un planeta de agua, de agua helada.

Y entre tanto subir y bajar, la mirada reprobatoria del yerno y sus cuchicheos. La inquina que sienten por supuestamente “malgastar” lo que tarde o temprano será suyo. Pero no saben la trampa que les tiendo, alimentando su rencor. Luego solo es cuestión de dejar caer una frase aquí, otra allá. Al final ellas terminan aborreciéndoles tanto como yo. Y ya voy por dos.

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