Una de la mañana, el incesante calor caribeño no pretende irse a dormir. Me despojo de toda prenda, intentado dar a mis poros un respiro de la humedad que me inunda. Me muevo de un lado para otro, a ver si por fin logro conciliar el sueño entre estas sábanas pegajosas.
Respiro hondo, el corazón palpita a mil y no es para menos, lo voy a encontrar. Lo se, debería de estar dormida, en menos de tres horas estaré documentando en el aeropuerto. Cierro los ojos, mas no para dormir, sólo para recopilar mi historia.
1994, el mundo colapsaba cansado de la violencia, la inseguridad, el temido sida, la globalización, el cambio climático y la pobreza extrema ante una generación apática, aburrida y mal nombrada como «x», en quienes estaría la carga ingente de corregir el futuro milenio. En ese fin del mundo coincidimos él y yo.
Sucedió como suceden las grandes historias, así, sin expectativas. El se acercó, yo me alejé, él persistió y yo accedí. Mientras el grunge se apoderaba de la radio, las conversaciones se apoderaban de nosotros, cortas las horas, largas las cuentas del teléfono para seguir hablando.
Nos escribíamos cartitas, esas que aún conservan los pedazos sueltos por el espiral del cuaderno cuando arrancas la hoja, las letras perfectamente acomodadas en cada cuadrito y con corazones dibujados en tintas de colores. Nos grabábamos casettes con la selección minuciosa de la música más «de-poca-madre». Nos sentábamos en la banqueta, únicamente para deleitarnos del mundano placer de chupar la misma paleta.
Descubrimos los besos ensalivados, las noches de insomnio pensándonos sin vernos, las manos entumidas sin soltar y la piel «chinita» al tacto. No conocíamos el amor, lo hicimos juntos. Absortos en el embeleso, imaginábamos el futuro: «¿Cómo sería nuestra vida casados? ¡jajajajaja!» irrumpíamos a carcajadas; ni siquiera teníamos edad para eso, 17 años no son suficientes para ser adultos, sólo suficientes para entender que 1994 acabaría pronto.
Dicen que basta decretar lo que se desea y creerlo con toda vehemencia para que el universo conspire, aún no se si eso sea cierto, lo que si fue real, es que ese día deseamos reencontrarnos cuando fuéramos adultos para casarnos. Tan pronto como lo deseamos, lo soltamos, ese mismo noviembre nos dijimos adiós sin saber bien por qué.
El mundo no colapsó después de todo, sólo me acostumbré a sus constantes fines, desde el y2k, a la caída de las torres gemelas, pasando por el 6-6-2006 y el crucial 2012. La vida continuó para mí, aprendí a ser adulta, me perdí en la inercia del deber ser, me olvidé del amor y me olvidé de mí. Básicamente hice todo lo que un adulto respetable debe hacer: casarse, mantenerse casado a toda costa, tener hijos, ganar dinero, trabajar, mantenerse en el trabajo a toda costa y ser infeliz.
Dos y media de la mañana, en definitiva no pude dormir, ni terminar de recopilar mi historia. Me lanzo a la regadera nerviosa, cada vez falta menos… Me visto, me arreglo, no puedo ingerir nada, el estómago revuelto está lleno de mariposas. De camino al aeropuerto veo el celular y resisto las ganas de llamarle, no es prudente a estas horas. Todavía no lo creo: ¿Quién diría que facebook nos haría el favor de darnos respuestas en noviembre de 2014, justo ahí dónde 20 años antes quedamos abrumados en preguntas?
Equipaje ligero, una sola maleta para un fin de semana. Llego al mostrador y escucho un educado: -«¿a dónde vuela?» -«Ciudad de México», me sonrojo al contestar, como si la señorita supiera de mi desliz. Suspiro, son muchos años ya, lejos de mi ciudad natal. Documento, la espera me hace romper la tentación de escribirle, me siento tan adolescente y me reclamo por ello. Me perdono, él tampoco durmió.
Seis de la mañana, los divinos rayos del amanecer traspasan las ventanillas del avión, 17A verifico con la mirada, sonrío cortésmente a los ocupantes de 17C y 17B. Me siento, coloco mi bolsa debajo de mi asiento como me es indicado y abrocho mi cinturón. Reparo, desabrocho ansiosa el cinturón y me agacho por mi bolsa, tomo otra vez el celular, concluyo el último texto de la conversación con un «te amo», recibo de inmediato respuesta «te amo siempre».
Modo avión, guardo el teléfono y cierro los ojos con la extasiante certeza de que al abrirlos viajaré a 1994, con suerte despertaré en un nuevo fin del mundo.
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