Aquel año me había ofrecido como monitora para acompañar a un grupo de jóvenes a hacer el Camino de Santiago. Concretamente, 360 kilómetros, más o menos, desde Astorga hasta Santiago. Yo no es que sea una deportista todoterreno, pero el deseo de emprender aquella peregrinación cargada de leyendas y misterios, unido a mi vocación por sentirme útil en el mundo, me llevaron a ofrecerme voluntaria para aquella aventura.
Todo fue bien…bien difícil. No sabía qué era peor, si la responsabilidad de velar por aquel grupo de adolescentes hormonados en pleno mes de julio, o las terribles ampollas que amenazaban con conquistar la totalidad de las plantas de mis pies hasta hacerme andar como si permanentemente pisara brasas ardiendo. Y luego estaba la mochila. Nueve kilos de lo más imprescindible iban allí metidos, de los que me fui desprendiendo albergue por albergue: aquí dejo la gorra, aquí las zapatillas de goma, aquí la jarra de lata (ya beberé directamente del cartón de leche…). Dejé tras de mí un rastro a lo Hansel y Gretel, por si alguien se decidía a venir en mi búsqueda y sacarme de aquella locura de la que empecé a ser consciente a los veinte kilómetros de salir de Astorga.
Sin embargo, el Camino sí que tiene su magia. Todos mis desvelos por aquel grupo y mis dolores de pies, espalda, hombros, cuello y demás partes de mi cuerpo vieron pronto su sentido. Porque el Camino, les advierto, no te pasa en balde, no es un viaje más. No señor. El Camino se camina, pero también te camina a ti misma, y no hay parte de ti en la que no deje su huella.
Aquella mañana teníamos la etapa más dura: la subida al Cebreiro. Me habían hablado de lo dura que era, aparte de que en los libros la catalogaban como una ruta “tres botas”, que venían a ser como las “cinco estrellas” en un hotel: lo más de lo más.
Yo, a pie de montaña, me pregunté por enésima vez quién me mandaría a mí dejar mi casa en el sur, tan cerquita de la playa, y emplear mis vacaciones en semejante sacrificio.
- – ¡Vamos, jefa, que esta cuesta nos la comemos con papas! – me gritaban los chavales, emocionados con la aventura que se les presentaba por delante.
- – Sí, sí. Hala, venga, vamos todos. Que yo os vea subir – les decía, forzando una sonrisa que seguro que dibujó en mi rostro una mueca de pánico más que de confianza.
- – ¿Todo bien? – me preguntó Adrián, el otro monitor que venía con nosotros, una especie de “marine” que vivía aquello como si se tratara de un simple paseo.
- – Sí, sí. Yo me voy a quedar atrás, de “tren escoba”, para ir recogiendo a los más rezagados – le respondí.
- – ¡Ah, genial! Veo que has adquirido ya ese papel como tuyo, ¿eh? – me dijo, guiñándome un ojo.
¡Maldición! Adrián había descubierto mi secreto: que yo me quedaba atrás, no para acompañar a los más flojos, sino porque no podía con mi alma. Me entraron ganas de tirarle una de las piedras que había por allí, pero no habría sido ni lo más propio ni lo más ejemplar, así que me limité a sonreír y a mandarlo más allá del Cebreiro por lo bajini.
Comencé la subida. A los quince minutos, los pies empezaron a insinuarme si yo tenía mucha prisa por llegar. A los veinte minutos la barriga empezó a revolvérseme, amenazante. A los treinta minutos mi mochila pesaba como tres elefantes, uno encima del otro. Miraba a un lado y a otro, y veía a los chavales subir, cantando, gritando como bárbaros, tocando palmas…Yo empecé a sentirme como si fuera por una escalera mecánica que se había parado mientras, a mi lado, el resto subía alegremente, pasando por mi lado mientras me saludaban y me animaban.
A la hora y no sé cuantos minutos, llegué arriba del todo. La última, por supuesto. Aparecí con la lengua que me llegaba a los pies, la camiseta empapada en sudor, la mochila torcida y la cara descompuesta. Todos me esperaban, sentados o tirados sobre la hierba, tomando su refrigerio de media mañana.
- – ¡La jefa ya está aquí! – gritó uno de ellos.
Y todos comenzaron a aplaudir. Si no me hubiesen dolido tanto todos y cada uno de mis huesos y músculos, juro que habría hecho un corte de manga. Pero, gracias a Dios, no lo hice, porque la vista que se abrió ante mí me dejó petrificada.
Allí abajo, un inmenso y verde valle se extendía ante mis ojos, todo salpicado de vacas que pastaban pacíficamente, bajo un cielo azul celeste que me pareció que estaba al alcance de mi mano. A lo lejos se divisaba un pueblecito, pequeño, con sus tejados de piedra y sus coquetos balcones de madera. Hasta él llegaba un camino como el que solíamos pintar en nuestros dibujos de la infancia, y por él iban algunos peregrinos, los que ya habían pasado aquel Cebreiro.
No sé cómo me salió, porque me faltaba el aire, pero recuerdo que dije:
– Tarde o temprano, siempre se llega.
Aquella frase se me clavó tan dentro de mí que jamás la he olvidado, ni ella ni la sensación que experimenté estando allí arriba. Sí, tarde o temprano, siempre se llega, basta con no rendirse por muy cuesta arriba que se pongan las cosas.
Aquel camino me lo pasé llegando siempre la última. Pero es que, en la vida, me ha pasado siempre lo mismo. He sido la última en encontrar un trabajo estable, la última en encontrar pareja, la última en casarme, la última en madurar y saber qué es lo que quiero y espero de la vida. Pero me ha dado igual. Lo importante, como aprendí en aquella subida, es que cada uno tiene su camino, su Cebreiro particular y su propio ritmo, y llega, no cuando toca, sino cuando tiene que llegar.
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