Levanté la mirada y alcancé a ver todas las estrellas, la luna y sus cráteres. Un parpadeo bastó para ver una bandada de pájaros y contarlos con toda precisión. Mi avidez por conocer era equiparable a mi resentimiento.

Me molestaba por sobre todas las cosas su mirada de gratuita superioridad. No había nada que ellos pudieran hacer mejor que yo, ni había nada en el mundo que me fuera velado. Sin embargo, me ofrecí como voluntario para pelear del lado del Zeib.

Su ejército maltrecho estaba conformado por hombres y mujeres enfermos cuyo organismo fallaba desde el primer aliento de vida. El enemigo, por el contrario, había invertido demasiado tiempo y recursos en la búsqueda de la perfección. Y aunque ellos eran una considerable minoría, eran los reyes de este mundo.

Levantando los cuerpos anónimos de cientos de combatientes, entendí las razones de su guerra y por qué me sentía identificado con ellos. Sus cuerpos, llenos de prótesis que les asistían para sobrevivir, apenas les servían para aguantar  los embates de las sofisticadas máquinas de sus adversarios.

Maté a tantos enemigos que experimenté una sensación parecida a lo que ellos llaman frenesí. Una mezcla mortal entre ira y venganza, que ayudó a replegar las fuerzas del  enemigo. Fui recibido como un héroe por los Zeib, pero ellos no me importaban.

Al tercer día los super humanos pidieron a los Zeib que me entregaran a cambio de misericordia. Me miraron como si lo consideraran y con desdén los abandoné porque su debilidad me repugnó. Al darles la espalda, una mano me detuvo con fuerza. 

Al intentar quitarla, supe que todo había terminado. Habían hecho  un nuevo modelo.

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