Ahí me encontraba sentada en uno de los tantos asientos del metro. Tenía  que hacer casi veinte  paradas para llegar a mi destino, y tenía todo el tiempo para pensar y ver lo que ocurría a mí alrededor.  Afuera en la calle hacía frío, la temperatura estaba en menos 2 grados, y yo, que no estaba acostumbrada a este clima, se me hacía más difícil. En muchas ocasiones, anhelaba ese calorcito tan peculiar que se puede sentir en los  países cálidos, pero lo que realmente echaba en falta, era el calor que se puede sentir al tener a los tuyos a tu lado.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

El metro es una ventana abierta a diferentes historias, es un lugar frío donde las personas no se miran a la cara y donde cada uno va pensando en sus propias cosas. Los aires que respiramos ahí dentro son de barreras, son de ojos distantes que no quieren toparse con ninguno otro por temor a ser estudiado. Muchos llevan cascos para no tener que escuchar a nadie o  simplemente no enterrarse de historias ajenas a ellos. Es como ver a un ser en un éxtasis nunca antes visto: ojos distantes y caras lánguidas sin expresión alguna, y uno que otro movimiento que va con la música.

No hay intercambios de miradas, no hay sonrisas, no hay un saludo. Cada uno está inmerso en su propia burbuja. Las pantallas de los móviles son los únicos compañeros de viaje. Me fijo que la mayoría de las personas que vamos en el vagón usan el móvil.  Los dedos se mueven incesantemente al pasar de una página a otra. Unos juegan para entretenerse, otros miran sus emails, otros su facebook o su twiter. En fin, que cada uno va conectado al mundo tecnología.

Somos personas robots que seguimos un prototipo y que nos comportamos como se comportan los demás. Tenemos miedo a ser diferentes, a ser nosotros mismos, a no ser aceptados. Seguimos lo que la moda dicta, es como si hubieran muchos clonados que caminan por el mismo pasillo y que no se percatan de que son idénticos.  Al que es diferente y lo es porque se siente bien consigo mismo se le ve como un bicho raro. Si no queremos  ser aceptados tenemos que seguir tendencias.

Antes de llegar aquí, nunca antes me había detenido a pensar en este fenómeno. Supongo porque mi país es un país “tercermundista” donde estas cosas no suelen suceder, o al menos yo no me daba cuenta de ello. Primero, porque no podemos ir a la moda, no tenemos el dinero para ello, tenemos por obligación otras prioridades, somos menos consumistas porque nuestros salarios no nos permite tener poder adquisitivo, lo que ganamos tenemos que pensar muy bien en lo que lo gastamos. No hay tiempo ni dinero para comprarnos ordenadores, ni tablets ni mucho menos móviles de tercera generación.

Nuestro mundo es diferente, no sé si mejor o peor. Nuestras creencias y nuestra fe en algo son en muchos casos nuestro único salvamento.

He venido aquí a buscar una mejor vida, a encontrarme con un futuro prometedor , pero no sé si tarde o temprano me he dado cuenta que el futuro lo construimos nosotros mismo.

Con 42 años decidí dar rienda suelta a un sueño que no sé en qué momento empezó.

Llevaba años viviendo en un país que no era el mío, pero me había abierto las puertas y me había hecho sentir muy bien. No podía decir que me sentía parte de ellos, no, porque yo llevaba una vida diferente, vivía diferente, y actuaba de una manera que ellos no aprobaban por sus  creencias. Sí puedo decir, que ahí me sentía libre.

Quería seguir viviendo ahí, entre casas sin colores, entre gente de colores diferentes, entre formas de pensar que no coincidían con la mía. Así lo deseaba porque ahí había aprendido a pensar diferente, a decidir lo que me gustaba, a aceptar lo que otros pensaban. Aquí había aprendido a querer a los diferentes colores de piel, a las diferentes maneras de vestir y a tener amigos de varios niveles sociales y culturales. Simplemente era feliz en un mundo donde el consumismo y la tecnología no son aportaban nada.

 

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