Tumbada en la cama un miércoles a mediodía, llevo a cabo un ejercicio de procrastinación sin precedentes ni remordimientos. Me giro para cambiar de postura sin recordar que tengo el portátil encendido haciendo equilibrios en una esquina de la cama, por lo que estoy a punto de estrellarlo contra el suelo. Me estiro en un impulso patrocinado por una elasticidad corporal que creía perdida y lo cojo al vuelo, apretando fuertemente el teclado en dicha maniobra, sin querer. Cuando lo devuelvo a una posición más segura, me fijo en el cuadro de texto que ha aparecido en la pantalla. No se trata del típico “buscar y reemplazar”, ni del de “definir idioma”. Ante mi sorpresa, me indica varias posibilidades bajo el título: «¿Qué quieres hacer con tu vida?».
“Dedicarte a escribir relatos y guiones de cine.”
“Quedarte tumbada eternamente.”
“Ser licenciada en Económicas.”
Rápidamente, sin pensar, marco y acepto la tercera opción, la de “Ser licenciada en Económicas”. ¿Por qué? No lo sé, ha sido otro impulso, uno de esos arrebatos provocados por desear lo ajeno y lejano a uno mismo. Espero un rato. Miro a mi alrededor. ¿Ya soy licenciada? Todo sigue igual. Me miro el cuerpo. Todo parece como siempre, desde los dedos de los pies hasta los de las manos… Ah, ya está. Con el corazón en un puño, miro la cartilla del banco… Nada, los mismos números de color rojo… Cuando me empiezo a plantear si hubiera sido mejor haber elegido la opción de estar tumbada eternamente, suena el móvil.
Un tipo me reclama. De mal humor, me pregunta por qué no estoy en mi puesto de trabajo. De pronto, me siento como la protagonista de una peli mala y poco creíble y decido hacer lo contrario a lo habitual, es decir, no le sigo la corriente. Digo: “Yo no trabajo, soy bohemia, si quiere molestar, llame a otro número”. Sí, le trato de usted, que cuando quiero soy muy educada; y cuelgo.
¿Qué hace una licenciada en Económicas después de dejar su trabajo? ¿Lee El Economista? ¿Se pone Intereconomía? No lo sé. Yo decido apagar el portátil con intención de seguir procrastinando cómodamente. Después de clicar en “Apagar equipo”, me muestra tres opciones: Suspender (en la vida) ; Apagar (la conciencia) ; Reiniciar (con más ánimo). Ahora sí que lo tengo claro: debí haberme comprado un Ipad.
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