Mr. White solo fuma puros. Enormes puros. Dice que es lo único que ha aprendido de su madre, el amor por las cosas sanas y buenas. Mr. White es el orondo propietario de la discoteca Luxury´s, un rijoso local con pretensiones en las afueras de Spindale, al sur de Carolina del Norte. Mr. White es un negro zumbón cubano que escapó de la Isla a finales de los ochenta, cuando todavía no era orondo ni por supuesto era Mr. White. Por aquel entonces solo era Ernesto.

Ernesto fue un auténtico hijo de la revolución. Su madre siempre contaba que la revolución había traído un plan quinquenal bajo un brazo y a su hijo Ernesto debajo del otro. El mismo día que el Che entraba en La Habana y Fidel en Santiago, el pequeño Ernesto irrumpía en la cabaña y en la vida de la Negra Remedios, a las afueras de Sagua La Gran. La admiración que Remedios sentía por el Che se tradujo, primero en una afición por fumar puros, después en que le puso Ernesto a su hijo.

A medida que pasaban los años, los planes quinquenales se sucedían en la misma proporción que decrecía el fervor revolucionario de muchos buenos cubanos. Era el caso de la Negra Remedios. Cuando Ernesto cumplió los veintiún años Remedios se sentó enfrente, muy cerca, y mirándole a los ojos, sin pestañear, le dijo que debería irse de Cuba, que allí el futuro era humo, como el de un buen habano, y que ella ya no estaba en edad, pero no había traído un hijo al mundo para pasar calamidades. Ernesto, que le tenía un gran respeto a su madre porque era lo único que tenía en la vida, le contestó que por primera vez en su vida tendría que llevarle la contraria. Él era un símbolo, un icono de la revolución, no podía abandonar de esa forma, escapando como un vulgar ladrón, como un traidor que pone en duda el triunfo de una filosofía, de un estilo de vida. La Negra Remedios, que tenía un tamaño considerable, le cruzó la cara de dos bofetadas. Esa misma noche Ernesto se montaba en una pequeña barca, casi una balsa, en la que una veintena de jóvenes cruzarían los ciento sesenta y seis kilómetros que separan una discreta cala cercana a Varadero de las costas de Cayo Hueso, la punta más meridional de los cayos de Florida.

Se fue a disgusto. Le tenía demasiado respeto a su madre. Mientras los compañeros de viaje se despedían de sus familiares prometiendo que les mandarían buscar en cuanto tuvieran éxito o dinero, Ernesto le juró a la Negra que volvería para celebrar el Gran triunfo que Fidel preconizaba.

El viaje no habría tenido mayor historia de no ser por el furibundo ataque de una manada de tiburones cuando apenas les quedaban cuatro o cinco kilómetros para llegar al destino. La balsa no resistió mucho. Fue una auténtica masacre. Ernesto comenzó a nadar con desesperación en cuanto se vio en el agua. Con todas sus fuerzas; ni siquiera sabía si estaba nadando en la dirección correcta. A cada brazada que daba pensaba que sería la última antes de sentir el desgarro de la mordedura en sus carnes; pero daba otra, y otra, y una más. Finalmente llegó a una playa. Pero apenas se acuerda. Quedó inconsciente sobre la arena hasta que alguien le encontró y le llevó a un hospital.

A partir de ese momento fue cuando comenzó el verdadero viaje de Ernesto. Sintió que les debía algo a los compañeros de balsa que no habían tenido su misma suerte; que debía salir adelante por ellos, que tenía que luchar en este nuevo país para hacerse un hueco, para medrar, para cumplir con la promesa que ellos habían hecho a sus familiares; no podía dejarlos en la estacada. Ahora no. Ahora le tocaba a él. Pero no al Ernesto revolucionario al que no quería traicionar. Por eso se creó una nueva identidad, Mr. White, con una personalidad diferente, totalmente opuesta, la que su nueva situación le demandaba.

Ahora, treinta y seis años después, piensa que el viaje mereció la pena; las dificultades, el hambre, los problemas, la difícil integración, todo lo da por bien empleado. Se ha enriquecido, ha engordado, viste siempre de un blanco inmaculado, y sonríe orgulloso cuando recuerda cómo fue consiguiendo traer, poco a poco, a las familias de sus compañeros de viaje.

La última en llegar, hace poco más de un año, la Negra Remedios a la que costó mucho convencer, se sienta a su lado, como todos los días después de comer, en el porche de su bonita casa. Se miran sonriendo. No dicen nada. Únicamente le dan una profunda calada al habano que ambos, Mr. White y la Negra, están fumando. Y se sonríen.

FIN

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