Inicié el que creía iba a ser mi viaje definitivo a sabiendas de que supondría un enredo, una angustia, un desvelo, intromisiones, abandonos… mucho duelo.
Lo sabía pero no me detuve a reconocerlo, no quería que esta vez la razón ganara la batalla al criterio de los sentimientos, que es tan válido como el del cerebro. Ni a su estímulo, el mayor de los misterios. Era, soy (fui) un gran viajero, un aventurero siempre en busca de lo supremo, enemigo de la rutina y escéptico del contexto, ávido siempre de lo nuevo, sin miedo al destino ni al riesgo. Porque el destino lo diseña, decide y elige cada uno, y la libertad es una aventura a la que no se le debe tener miedo.
Aquel viaje no estaba motivado por la búsqueda de otro lugar, sino por una idea, un anhelo, una pasión; por un montón de ilusiones que se resumían en una: la de mi vida, tantos años perseguida. Era un viaje sin fecha definida, con billete abierto de ida. Y sin vuelta, al menos pretendida. Exigía estar alerta al momento de la partida, con la mochila ligera para no perderse en florituras, sin lastre alguno que implicara desánimo o arrepentimiento. Sería un viaje en solitario. La vuelta, si es que la había, podía ser un naufragio, pero ese es un riesgo más de los viajes y sus aventuras.
Los preámbulos se hicieron eternos, pues no quemaban etapas, no adelantaban la partida, jugaban con la ilusión del tiempo, ese que se hace largo, corto o eterno, según la medida en que quiera fastidiar nuestros anhelos. Mientras, me entretenía como podía, dejaba que me sucedieran cosas, anécdotas, vivencias más o menos interesantes o divertidas, esas que llenan la existencia de cualquiera, pero que a mí sólo me distraían a la espera de la partida. Años y años de espera, sí, de infinita paciencia, sin que nada ni nadie me garantizara que algo ocurriría, ni siquiera que la última etapa -la importante, la única, la decisiva- daría inicio algún día.
Haciendo tiempo recorrí medio mundo, a la espera de recorrer después el otro medio. Estuve (estuvimos, pues llevaba a mi compañera de entonces, la de los veinte años anteriores) en Amsterdan, París, Londres y Lisboa; Hungría, Austria y la República Checa; El Cairo, Marraquech y La Habana, media Italia y casi toda España… lugares comunes, escapadas habituales de estampas ya manidas, viajes turísticos para turistas de cámara que coleccionan destinos en su tiempo libre. Viajes de ida y vuelta programados con tiempo para saciar el ansia de ver y luego contar lo ya contado tantas veces por muchos otros. Un cúmulo de instantes, miles de fotos.
Y llegó el momento, inicié mi camino, el que mi corazón quería; en él residía la fuerza para el comienzo de la aventura. Me pilló preparado y dispuesto, con la mente clara y el ánimo decidido. Ocurrió en un instante fugaz: el aviso de partida fue una llamada de teléfono imprevista y un ‘¡por fin, voy sin tardanza, no me demoro’! Y fui en busca de mi sueño, renuncié en un minuto a mi vida establecida, la que compartía hasta entonces con amores y amistades adquiridos durante treinta años: abandoné sus vidas para ir a las de otros, causé mucho duelo en busca del mío propio. Pero ese era el costo del viaje. Después de un tránsito tan largo, llegar me supuso muy poco, y degustarlo, no tanto como habría deseado, pues el plan estaba diseñado para que durara todos los años que de vida me restaran.
En destino encontré lo que esperaba: un remanso, un oasis con palmeras, el paisaje tanto tiempo soñado; tan visibilizado en la imaginación, que se proyectó como magia en el nuevo contexto, en las calles, parques, cines, bares, montañas y valles del nuevo paraje, que empezó a empaparse de mis nuevas vivencias, de las emociones que les transfería mi ánimo, mientras yo me contaminaba de su belleza con esas imágenes imperecederas que sirven para alumbrar el presente pero también para ensombrecer la futura nostalgia con la que el tiempo nos castiga, inexorable. La doble cara de los grandes momentos, la recompensa y el castigo de cualquier vida, de todo viaje.
Al cabo de los años, eché anclas. Perdí la noción de viaje y me hice autóctono, incluso adquirí, por sobrevenida, la ciudadanía del lugar. Me dejé llevar, pues mi destino -como queda dicho- era una ilusión, un ideal, y dóndese sustentara daba igual. Aquel sitio era casual y me importaba tanto (o tan poco) como el mío original, del que ni siquiera tenía muy claro cuál había sido algún día. Porque, ¿de dónde somos: de donde nacemos, como es habitual considerar, o de donde pacemos, como asevera el refrán? Yo no me consideraba de ninguno. Nacer no es una elección, sino pura eventualidad, un azar, y lo que nos da de comer raras veces es elegido y te coarta la libertad; carece de romanticismo, de la materia espiritual y de la pasión necesaria para alimentar el tránsito hacia el destino.
Mi lugar está donde pace el espíritu, oí una vez en una canción cuando ya estaba en plena búsqueda. La hice mi himno, puso nombre a mis metas y a la causa de cualquier viaje que haya emprendido. Un propósito que también exige una constante alerta, pues ese lugar puede cambiar incluso cuando crees que ya has encontrado el definitivo, incluso si has tardado media vida en conseguirlo.
Porque el espíritu necesita alimentarse de continuo, es un glotón insaciable, y hay que estar preparado para torcer el rumbo, desmontar la vida y volver a montarla en otros mundos, saciarlo en otros lares. Porque los ideales que se rigen por los sentimientos dependen de un tercero, y a veces el corazón, de tanto sostenerse en otro, pierde pie y cae al vacío. De ahí los desvelos, de ahí los naufragios de algunos viajes.
Pero los caminos hay que andarlos, aunque sea con el corazón en la mano.
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