Recuerdos de una mañana como otra cualquiera

Recuerdos de una mañana como otra cualquiera

Karmel Almenara

30/04/2020

Durante
años recordaría aquella mañana sentada frente a la ventana de un
improvisado puesto de trabajo, viendo las tiernas hojas nuevas del
hasta ahora desnudo árbol florecer. Me levanté despacio del
improvisado despacho y calenté agua en el kettle para el té verde
de jazmín de las once de la mañana. En aquel momento de absoluta
quietud, miré la bandeja de madera tallada donde ponía las llaves y
mi mente, vacía de todo pensamiento coherente, vagó azarosa hasta
aquella soleada y calurosa tarde de septiembre en mi ciudad natal
hacía ya diez años.

Eran
las seis y media, y en la habitación, envuelta en la calima y la
eternidad de la siesta, había hecho y deshecho la maleta por cuarta
vez, las mismas que había repasado en mi mente cómo había llegado
a aquella situación.

A
los treinta y dos años, llevaba cinco estancada en una empresa de
trabajo temporal donde tenía uno de esos contratos por obra y
servicio donde, no tienes seguro y si te pones enferma, no trabajas,
no cobras y vas a la calle. Sin embargo, acababa de hacer un
video-currículum bajo la supervisión de mi asesora de empleo
gracias a uno de esos proyectos de pre-campaña. La muchacha, unos
cinco años más joven, pero con los pies en la tierra, me había
propuesto probar suerte en el extranjero también, porque total,
no tienes nada que perder… Para vosotros, los mayores de treinta,
que tenéis un título y no tenéis familia, lo mejor es dejar el
país, seamos sinceros, no hay trabajo y aquí menos.

El
ruido del gato subiéndose a la cama y tirando la lata de caballa me
había traído de vuelta a la realidad. No tenéis familia… qué
interesante reflexión. Había pensado mientras respiraba hondo,
sacudía la cabeza, miraba la maleta vacía y la ropa esparcida por
toda la habitación, y comenzaba de nuevo.


One day I’ll fly away, leave your love to yesterday…-
murmuré
mientras servía el agua hirviendo en la taza. Esa casi olvidada
canción que había escuchado deseosa de huir de la realidad tantos
años atrás.

Aquel
día había sido el último día que realmente había convivido con
mi familia. Como en la canción, volé de allí, pero no dejé su
amor en el ayer. Pensaba mientras terminaba de prepararme el té.

Volví
a sentarme en la silla frente a la ventana y respondí los correos de
los jefes de año y algunos estudiantes.

Cuánto
había cambiado todo, desde aquel septiembre hacía ya diez años…
Lo había dejado todo por una casualidad, por pura suerte o por puro
empeño, depende del humor con el que me encontrara en ese momento. Londres
con seiscientos cientos euros en el bolsillo y un trabajo de doce
horas a la semana había sido complicado, pero lo había logrado.

Mi
casera había sido
una señora muy amable, o bueno, todo lo amable que puede ser una
casera. Era polaca y su nombre era Agnieszka,
pero había decidido cambiarlo por Agnes para encajar mejor.

Cuando
llegué a Londres, nadie sabía pronunciar mi nombre y me hacía
«destacar», si sabes a lo que me refiero, entonces preferí
cambiarlo por Agnes, es más corto y a los ingleses les encanta la
simplificación.

Londres
en 1950 era muy diferente
a
hoy en día, la gente no era tan abierta de mente y te convenía
pasar lo más desapercibida posible si querías llegar a algo.
Nosotros tuvimos que huir porque las cosas se empezaron a poner muy
feas y un día llegué de la escuela, cogimos las maletas y nos
marchamos de nuestra casa sin llevar mucho más.

Los
principios siempre son duros
.
Yo
aprendí rápido, el truco está en camuflarse, en hacer como los
romanos «allá donde fueres, haz lo que vieres», pero yo
añadiría que sin olvidar de dónde vienes y quién eres.

Mi
ex-marido,
como sabes, es italiano, un gran fallo por mi parte, es un hombre
bueno, no me malinterpretes, pero es un mujeriego incorregible.

Fue
un visto y no visto, en un abrir y cerrar de ojos nos prometimos y
nos casamos. Él no tenía familia y necesitaba una, y yo también me
sentía sola pese a las amigas polacas que había encontrado. Sentía
la necesidad de formar una familia, crear un vínculo que me ayudara
a pertenecer pese a estar tan desarraigada.

El
idioma siempre ha sido muy difícil porque, por mucho que hables,
escuches la radio y la televisión, trabajes, te relaciones, etc. No
es tu lengua materna, no puedes pensar con tanta claridad ni
expresarte de la misma manera. Mi amiga Dorota es profesora de inglés
y siempre lo ha dicho, el idioma materno es esencial e insustituible.
A veces me siento como una planta a la que han arrancado del suelo en
el que vivía para 
trasplantarla a otro suelo y condiciones totalmente diferentes. Adaptarse o
quedarse en el intento. Así me siento a veces…

Pero
bueno, aunque con Marco el lenguaje era a veces un problema y otras
un alivio, éramos felices. O eso pensaba yo. Hasta que un día,
después del trabajo, llegó una chica de unos veinte años y me dijo
que
tenía
un hijo con Marco. Ese día mi vida se derrumbó. Mis castillos en el
aire, mi invernadero particular, todo lo que había construido se
desmoronó delante de mí.

Los
chicos nunca lo perdonaron, p
ero
yo aprendí a vivir sin él. Ya soy vieja, a mí no
me
importa. Marco viene de vez en cuando a tomar café,
el
pobre está solo,
y
su última adquisición lo dejó sin ganas de buscar más jovencitas,
al menos por un tiempo.

Esa
era la conversación que había tenido con Agnes aquella última vez
que la vi. Agnieszka murió
de un cáncer fulminante un mes después, justo antes de que pudiera
entregarle las tortas de Inés Rosales que tanto le gustaban y un
pequeño recuerdo de mi
ciudad natal, una bandeja de madera tallada para poner las llaves.

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