Cuando mi abuela me pidió que bajase al trastero a ver si había azulejos de repuesto, no imaginé lo que me iba a encontrar. Ya había bajado otras veces a por el árbol de Navidad o a por las maletas grandes para las vacaciones de verano. Pero siempre había sido “a tiro hecho”. Esta vez, en cambio, tendría que rebuscar un poco.
Unos años atrás, en vida de mi abuelo, hicieron una reforma importante en la cocina y en los baños. En previsión de que quizá hiciesen falta más adelante, mi abuelo le había pedido al albañil unos cuantos azulejos de cada tipo. Además, aprovechó la ocasión para reorganizar el trastero. Compró estanterías metálicas, movió varias cajas, y dejó cerca de la puerta, en prueba de su gran pragmatismo, las cosas de uso más recurrente. Sin embargo, a pesar del orden reinante, no encontré los azulejos hasta pasado un buen rato. Se encontraban al fondo, detrás de varios cuadros viejos, sobre un gran baúl. Me entró la curiosidad, ya que nunca lo había visto. Retiré las cajas del albañil con cuidado, pero con gran esfuerzo.
Se trataba de un baúl de viaje de dimensiones considerables: un metro de largo por medio de fondo y otro medio metro de alto, aproximadamente. Cuatro nervios de madera conformaban la estructura principal, cubierta por cuero en toda la superficie. Además, contaba con dos asas a los lados y unas cinchas con hebillas oxidadas para asegurar el cierre. Rechinaron mientras las solté, y abrí la tapa con cuidado.
Conforme la luz iba entrando en el baúl, se desprendía un olor a antigüedad. El interior se conservaba bien. Parecía por dentro más grande que el espacio que ocupaba visto desde fuera. El baúl contenía varias cajas, de distintos materiales y formas, un álbum desgastado y varios objetos de interés. Una de las cajas parecía ser un botiquín, tenía abolladuras y aún guardaba algunas gasas; otra contenía unos zapatos desgastados; las demás estaban vacías. De entre los objetos, destacaban un kit de afeitado que tendría unos cien años, una biblia, un crucifijo, un mantel, un estuche de hilo y aguja de viaje, un paraguas y un largo etcétera de útiles y enseres.
Me fijé de nuevo en el exterior del baúl, y me percaté de que tenía varias marcas, aparte del desgaste propio del paso del tiempo. Dichas marcas eran: una mancha de café derramado, una pequeña quemadura, similar a la que dejaría un cigarrillo al ser apagado sobre la tela y algunos arañazos o roces.
Me senté en el suelo y respiré profundamente. Pensé en mi abuela, en sus padres, y en los padres de sus padres… Los imaginaba como si antes el mundo fuera en blanco y negro. Y me di cuenta de que me encontraba ante un objeto histórico. Este baúl ─pensé─ tendría al menos doscientos años. Quizá algún antepasado hiciera con él las Américas. Tal vez viajó, vacío al principio, en los primeros transatlánticos, para volver años más tarde con una pequeña fortuna. Es posible que en su interior contuviera monedas acuñadas en diferentes países, cartas de amor de jóvenes separados por la guerra, cachivaches y artilugios de época… Y fue testigo de momentos de sufrimiento y dolor, de esperanza e ilusión, de alegría y de reencuentros.
Volví a abrirlo y cerrarlo varias veces. El aroma que desprendía al abrirlo contenía la mezcla de lo antiguo con lo nuevo, como esa sensación que se produce cuando uno vuelve a su tierra natal tras varios años de ausencia.
Seguro que sus dueños pasaron largas horas sentados sobre su armazón, esperando un viaje o la llegada de un ser querido. Y también oyó las risas y las conversaciones cuando se sentaban a comer a su alrededor, en el campo, sobre la hierba o al borde del camino.
Puede que un día todo lo que tenían mis antepasados se encontrara en el interior de aquel baúl, ahora escondido al fondo de un trastero. O puede que sólo fueran imaginaciones mías, quizá mi familia nunca tuvo que migrar por la fuerza o en busca de nuevas oportunidades; pero entonces supe que, incluso aunque este baúl no hubiera sido el acompañante de las aventuras de mis antepasados, otros “hermanos” suyos si tuvieron las vivencias que imaginé, con muchas familias diferentes, y en todos los países y momentos de la Historia.
Dejé todo como estaba. Cogí los azulejos, apagué la luz y subí en silencio las escaleras, de vuelta al presente.
¡Oh, viejo baúl! Noble compañero de fatigas de la familia, ahora inútil, lleno de recuerdos y lastrado por el paso del tiempo. Sentí un gran respeto, incluso admiración si cabe, pero, como es natural, lo sentí más aún por sus dueños.
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