Juan no llegó aquella mañana soleada de lunes. Algunos vecinos del barrio, desconcertados, fueron saliendo de sus casas para pasear a sus perros. Unos, como la mujer de traje sastre con sus dos perritos Chihuahua color marrón y carita de enojados, el joven de pantalón negro estrecho y una ajustada camisa blanca con mangas dobladas hasta los codos con su Beagle de cola erguida o el señor de cabello canoso vestido de traje y corbata jalando un Boxer, apenas se alejaron pocos metros, hasta la farola o el césped, solo para lo necesario. Recogieron las heces y regresaron pronto para llegar a tiempo a sus trabajos. Otros, con pasos rápidos caminaron un poco más, hasta el parque, donde debajo de árboles viejos se respiraba un aire fresco que anunciaba el inicio del otoño y plantas y arbustos habían dejado de florecer. Ocasionalmente coincidían ahí algún domingo paseando a los perros –schnauzer, bulldog, boxer, pastor alemán– y ahora se saludaban con seriedad.

Juan era el hijo menor de don Abundio, el barrendero de la colonia, a quien esa mañana se le veía a lo lejos con su overol anaranjado, esquivando las miradas, a pesar de que le gustaba conversar y contar con orgullo de su familia. Su mujer trabajaba limpiando casas y los tres mayores habían ya terminado los estudios universitarios. Decía que con mucho esfuerzo los empujó y apoyó, porque aunque el trabajo que hacían él y su esposa eran muy dignos y muy necesarios, deseaba para sus hijos un futuro mejor. Contaba que habían tenido también una hija, pero había muerto de pequeña de una enfermedad desconocida. Ya solo le quedaba por sacar adelante a Juan, el consentido, que estaba por terminar la escuela secundaria a la que asistía en el turno vespertino y, para ayudar con el gasto familiar, por las mañanas se dedicaba a pasear perros. Pero don Abundio aquel día parecía no tener ganas de platicar. Tal vez por la cantidad de hojas caídas de los fresnos que había a lo largo de las calles de la colonia.

En el parque, los que llevaban más calma hacían suposiciones. Alguno decía que Juan había enfermado, otro opinaba que con lo evasivo del barrendero algo malo había hecho su hijo, uno más aseguraba que el chico era un adolescente muy vago y se había ido de juerga. Pronto se fueron a sus casas y sus pendientes y en el parque solo quedaron algunos deportistas mañaneros.

Luego los vecinos supieron que a Juan lo habían convencido de dejar la escuela y dedicarse al boxeo. Que ese deporte le iba dejar mucho más dinero que cualquier carrera universitaria y en poco tiempo, muy rápido. Cuando a don Abundio le preguntaban cómo estaba su hijo, respondía evasivo o cambiaba el tema. Al paso de las semanas se fue haciendo menos conversador. Con tanta hoja que barrer en el otoño, parecía no tener tiempo para platicar. Llegó el invierno y a don Abundio se le veía cada vez más serio, más triste, y hasta refunfuñón.

Una de esas mañanas grises y lluviosas de mediados de enero los vecinos extrañaron a don Abundio. No supieron desde cuándo no se había aparecido por la colonia, pero papeles, bolsas de plástico y las pocas hojas que seguían cayendo de los árboles, iban y venían con el viento, de una calle a otra y terminaban acumulándose en alguna esquina.

Tardó alrededor de un mes en llegar un nuevo barrendero a la colonia. Era un hombre que no tenía edad, caminaba un poco encorvado, tenía la cara ligeramente deformada y un hueco detrás de su párpado izquierdo. El overol anaranjado parecía de una talla mayor. A los vecinos les intrigaba su comportamiento, rehuía el saludo y parecía esconderse detrás de la escoba de varas, pero algo en él les parecía familiar.

Tiempo después supieron que era Juan. Había heredado la plaza de sindicalizado después de que su padre falleciera de un infarto hacia fines de año al ver cómo habían desfigurado a su hijo cuando lo noquearon en su primera pelea.

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