No era un folio del cuaderno. Lo que él quería era papel de fumar. Me puse colorada y susurré “ah no, de ese no tengo”. Qué manera tan tonta de perder mi gran oportunidad.

Llevaba semanas mirándolo en la cafetería de la facultad, con sus gafas pequeñitas, su pelo largo y esa media risa que nunca iba dedicada a mí, porque no me conocía de nada. Pero yo lo miraba de reojo y sin reojo. Y me hacía ilusiones.

Si él iba “a por” un café, yo me iba detrás, a pedir lo que sea. Un zumo (o jugo), otro café. Miraba la parte de su cuello que se asomaba entre los mechones. La espalda ancha dentro de sus camisetas desteñidas, siempre unicolores. Su voz ya me la sabía de memoria. Su nombre no.

Fantaseaba con que me mirara a los ojos y lo viera todo. Sería un encuentro de película, como casi todo lo que me había pasado desde que llegué a este país. Pero esta vez no sería comedia. Quizás en la biblioteca, los dos buscando el mismo libro. Nos esconderíamos a besarnos entre los pasillos, a ahogar nuestras risitas de enamorados. Me llamaría cariño o cielo, con zeta.

Fantaseaba hasta que me acordaba de mi nombre. Karolina, con K. Como la cantante de merengue de los 80 que tanto les gustaba a mis padres. No me digas mentiritas que yo sé bien la verdad…y ahí volvería a ser comedia.

Como ese día, en el súper, cuando recorrí todo el local sin encontrar lo que buscaba. Entonces decidí acercarme a una cajera y, en un susurro “¿Sabe dónde están las toallas sanitarias?” “¿las qué?” “eso que uno usa cuando le viene la menstruación”. En un grito “ahhhhhhhhhhhhhhhh, compresas” y, sonoramente, me señaló el lugar donde podría conseguirlas.

Un día decidí seguirlo al salir de la cafetería, a ver si averiguaba algo más. Salió de la facultad y se unió a un grupo en el césped (o la grama). Eran dos chicas y dos chicos. Se reían, fumaban tabaco de liar, o porros. Yo todavía no distinguía los olores. Había una guitarra y él comenzó a tocarla. Para mí, pensé yo, aunque él mismo no lo sepa. Cantaba para mí una canción que no había oído nunca. Nueva, como casi todo.

Desde el taxi vi la calle estrecha y empedrada en la que iba a vivir. Subí, cargada con mis maletas, dos pisos por las escaleras del patio interno. Vi que las ventanas de mi nueva casa daban a ese patio con ropa tendida. Que las vecinas hablaban desde las ventanas y se oía todo. La habitación (o cuarto) era de dos por tres metros. Una cama individual encima del armario (o closet), con una escalerita de metal azul celeste para subir. Una pequeña mesa y un espejo. Con la jota fuerte.

El primer día que salí sola me acerqué a un bar en la Plaza de Lavapiés, a comerme una tostada con mantequilla y mermelada que me había recomendado Andrea, mi compañera de piso (o apartamento). Solo me alcanzaba para eso, así que, en tono dulce “¿Me regala un vasito de agua, por favor?” Y con lo que me pareció un regaño “te lo regalo no, te lo doy”. Sin entender la diferencia entre una cosa y la otra, me bebí el vaso de agua y lo miré con cara de ternero degollado. Y le di las gracias. Con ese.

Me escondí detrás de un libro, un poco más allá del grupo, y me deleité con las canciones. Jaime, se llama. También con la jota fuerte, como mi espejo. Su risa completa es suelta, con carcajadas que suenan, contagiosas. Pienso en el día que nos riamos juntos, cuando yo entienda mejor los chistes. Cuando pueda explicarle los míos. Me pregunto si una de esas no será su novia. No parece, no creo. O no quiero creer. Se levantan y se van como revoloteando. Lo veo pasar a mi lado, bajo la mirada y veo sus zapatillas (o zapatos de goma) gastadas. Mis ojos se van con él hasta que la miopía me lo pone borroso.

En el banco, una señorita muy amable me ayudó a abrir mi primera cuenta de ahorros. Quería que le deletreara mi nombre. Yo, aburrida “Ka-a-ere…” ¿erre? “no, ere, es Karolina, no Karrolina”. Aquí no existe la ere. Tu cuenta es temporal porque no tienes NIE. Y yo pensando “Nieselculo, nieselchocho”. Me fui con mi libreta temporal a reírme sola al banco de la plaza, frente al bar del señor regañón.

No sé lo que estudia Jaime. Parece de letras, pero uno nunca sabe. La cabeza apoyada en las manos, los codos en la mesa, a varios metros de mí. Lleva una pulsera tejida, de colores. Y pantalones como de montaña, con varios bolsillos. Está tan solo como yo. Podría acercarme con cualquier excusa ¿Un cigarrillo? ¿Un bolígrafo? ¿Un chicle? No, todo eso me parece estúpido para conocer al amor de mi vida.

Al frutero “¿Tiene plátanos?” y me pasa una mano de cambures. “No señor, de los grandes”, “estos son los más grandes que tengo, son canarios”. “De los que se cocinan”, insisto. Esos son plátanos machos. Y yo me pregunto si habrá plátanos hembra. Pero lo dejo así. Tampoco tenía. Me llevé los cambures, que igual se pueden freír y quedan ricos.

Entonces es Jaime quien se acerca. Me agarra desprevenida (o fuera de base). Eso me pasa por no saber que cuando se pide papel, es de fumar. Que lo del cuaderno es un folio. Se fue sin papel. Yo me quedé con un folio arrancado, sin encuentro romántico y con cara de idiota. Con I.

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