Rojo, granate, burdeos, bermellón

Rojo, granate, burdeos, bermellón

Desde los soportales, te veo cruzar despacio la plaza mayor y me gustaría correr hasta ti y decirte mírame, mírate, soy yo otra vez, tu hermano gemelo, tu hermano menor por dos minutos, el que aprendió a hablar contigo inventando palabras. Soy el que abandonó, el que no quiso alcanzar la perfección. Veo que te has dejado una barba corta y cuidada. Ya no te pareces tanto a mí, pero todas las mañanas te recuerdo cuando me miro en el espejo y veo la que ya no es tu cara, la mía. Una cara que no es la de entonces, cuando todos nos confundían y bastaba que uno de los dos se mirase en el espejo para saber cómo iba a ser la vida del otro. En aquella época, los dos habitábamos en el conservatorio, vivíamos para nuestras guitarras y poseíamos el futuro, que siempre estaba lejos de aquel palacio de techos altos y zócalos húmedos, pero donde todo era cierto y cabal, a pesar de los maestros que nos obligaban a ensayar partituras que se ajaban con sólo mirarlas y nos decían que así no se agarra la guitarra, la mano paralela al mástil, nunca lo olvides. Llegábamos corriendo a las clases de armonía, lunes y miércoles de seis a ocho, después del colegio y más tarde del instituto, cuando empezamos los conciertos. Después del primero, recuerdo que te fuiste a la estación de tren, donde había una máquina ruidosa que hacía tarjetas de visita. Escogiste una letra de caligrafía y debajo de tu nombre rezaba: Guitarrista. Y tú me hiciste unas cuantas con mi nombre y, debajo, decía lo mismo: Guitarrista. Tengo las mías guardadas en un cajón, todas y cada una de ellas.

Te paras y observas la plaza como si te costase recordarla. Veníamos de cruzar la plaza, juntos, corriendo, el día en que oímos una vieja melodía totalmente nueva resbalando por las corrientes de aire de los pasillos eternos del palacio. Fue la tarde en que nos asomamos al aula veinte de la planta primera y allí estaba Florentina, con sus dedos largos como nunca se habían visto dentro de aquellos muros, una música que era como su vestido rojo, granate, burdeos, bermellón. Creo que aquella noche, practicando ya buscabas esa forma de interpretar que tenía ella, como si no hubiera esfuerzo detrás, mientras yo te observaba sin mover un dedo siquiera ese algo nuevo que había surgido de ti. Tienes que entender que yo te admiraba, que no me importaba que fueras mejor que yo, porque eres mi hermano mayor por dos minutos y practicar una hora más era estar una hora más a tu lado, con mi hermano, contigo. Y tú querías ser el mejor guitarrista del mundo, no dar clases a media docena de adolescentes que maltratan mástiles, trastes y cejillas. Ensayar, ensayar, como Florentina, siempre en su casa, detrás de cristales de vidrio antiguo, en un barrio que nunca fue el nuestro, habitando el mundo que va del puente al clavijero, repitiendo series de notas, arpegios, frases, melodías.

Sé que no entendiste qué sucedió el día en que ella dejó de ir al conservatorio y los profesores nos dijeron: lo ha dejado. A partir de su ausencia empecé a imaginar que si la música la había derrotado a ella por qué no a mí. Si no la comprendiste a ella, ¿cómo ibas a entender lo que yo pensaba? Cien, mil veces me propuse decírtelo, que las horas de ensayo y error ya no me ayudaban a mejorar, pero me callé porque, por las mañanas, me miraba en el espejo y estabas tú con ojeras y me daba miedo mirar las tarjetas que tú me hiciste, porque yo ya no iba a ser el guitarrista que ya eras tú. No lo veías, pero ya no podía seguirte, ya no quería hacerlo, ya no estaba en el mundo en que basta el hormigueo en la yema de los dedos para quedarse dormido por la noche. Por eso, dejé de ir a tus conciertos, porque te querían sólo a ti y tenían razón, y tu insistencia en llevarme no te hacía ningún bien.

Por eso me fui, para no ser el gemelo diferente, para llevar una vida simple, sin ser reflejo de nadie, la vida que sabe de otra forma porque es posible equivocarse y no hay ensayo ni error, sólo una oportunidad para vivir. De esa forma, sin ensayar, sin practicar, sin buscarla, la encontré: allí estaba, delante de mí, vendiendo detrás de un mostrador violines, guitarras, maracas, bandurrias y era ella, Florentina, y hablamos y vivimos lo que no imaginamos que fuera posible. La amé, nos amamos y me contó cómo había anticipado un futuro de aplausos de un público siempre idéntico en mil ciudades diferentes, y ella sólo quería un tiempo que también fuera olor, tacto, gusto, mirada y no sólo acordes en busca de la perfección. Sus dedos seguían siendo largos, pero las yemas de su mano izquierda se habían vuelto suaves y todas las uñas eran igual de cortas. Igual que las mías.

Te veo desaparecer sereno, tranquilo, por la esquina opuesta de la plaza. Si tuviera valor para buscarte y hablar contigo, te preguntaría si te has acordado de ella en alguno de tus conciertos, cuando tus dedos han volado como bailaban los de ella. Eso te preguntaría, eso te preguntaré la próxima vez que vuelvas a tocar aquí, en esta ciudad donde yo vivo pero que sólo te conoce a ti. Eso haré, si tengo fuerzas para contarte que ella ya no existe más que en esa forma tuya tan completa de conseguir un sonido rojo, granate, burdeos, bermellón.

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