«Cuando no firmas lo que escribes, eres invisible; invisible como esas mujeres que ofrecen afectos que tampoco pueden firmar mientras sueñan, incansables, con la llegada de alguien que las quiera de otra manera». No le pareció una mala frase, y la mano se le fue sola al bolsillo. La tenía adiestrada para traerle la libreta, pero no la llevaba encima.

Cada vez que entregaba un trabajo, se repetía la historia: Su casa, la mesa, el teclado, todo se le hacía insoportable, y tenía que salir a la calle a dar vueltas y más vueltas para acabar envidiando el trabajo de los demás, el de cualquiera, que siempre le parecía mejor que el suyo. Envidiaba a los barrenderos, a los policías, a los albañiles, a los repartidores, a los tenderos, a todo el mundo. Si yo tuviera un trabajo, pensaba, sólo escribiría para mí. «Se hacen composturas», leyó en el escaparate de una tienda.

Oye, le dijeron la primera vez, tú vales para esto. La mayoría de la gente que viene a los cursos de escritura no tiene ni idea, pero a ti te sobra imaginación y escribes pegadito al suelo, como debe ser, como a mí me gusta.¿Estás muy liado? ¿Tienes tiempo para una café? Por cierto, muy bueno eso que has dicho de que escribir es como abrir la puerta de una jaula: si no se escapa nada, entonces no tienes historia. Con tu permiso, me lo apunto para decírselo a mis alumnos. Quería hablar contigo porque tengo una colega a la que han pedido una colaboración en la Gaceta Universitaria. No quiere decirles que no, y le he hablado de ti. Es poca cosa, quinientas palabras sobre algún asunto de actualidad, nada llamativo, y cuelas un latinajo para que se note que la autora es catedrática de Clásicas. Te servirá para hacer mano y ganarás unas pesetillas. ¿Qué me dices?

Vagando calle abajo, recordaba lo que dijo: «bueno», pero por dentro era un castillo de fuegos artificiales. Por eso le dio igual que la catedrática no cruzara una palabra con él o que nunca le recibiera en su despacho o que tuviera que entregar el texto en la imprenta de su hermano, un tipo que no sacaba las manos de los bolsillos de su bata azul y que, el primer día, le señaló con la barbilla una olivetti y le ordenó que lo volviera a pasar a máquina. No entendió nada, pero obedeció. Siempre tardaba más en mecanografiar que en escribir. Y cuando terminaba, le deban su dinero en un sobre, un sobre con huellas de tinta que siempre estaba abierto.

Casi dos años estuvo escribiendo para la Gaceta, hasta que un día, al ir a sentarse frente a la máquina de escribir, el tipo de la bata azul le dijo que la catedrática abandonaba la Gaceta Universitaria porque le habían ofrecido otra colaboración en Las Provincias. Aquello le sonó como un ascenso. Era la excusa perfecta para dejar la facultad, para entregarse por completo a la escritura porque, con toda seguridad, le pagarían más. Así podría convencer a su madre. No quiero verte más por aquí, le dijo, esa la va a escribir mi hermana. Y le señaló la puerta con una mano, muy sucia, que sacó por primera vez del bolsillo.

¿Estás muy liado? ¿Tienes tiempo para un café? Qué casualidad haberte encontrado. Precisamente iba pensando en ti. ¿Cómo estás? Oye, buen trabajo en la Gaceta. Te leía siempre. Qué poco ha durado tu jefa en Las Provincias, ¿eh? La muy boba va diciendo por ahí que lo dejó porque coartaban su libertad. ¿Sabes que le dije que yo podía volver a hablar contigo?, pero no quiso. Ella se lo pierde. Escúchame, sé de alguien que lleva años dándole vueltas a una novela que no acaba de salirle. Entre tú y yo: no le saldrá nunca. Por eso le hablé de ti. Ve a verle, te pagará bien.

Ese alguien resultó ser un notario que sí lo recibió en su despacho, aunque al otro lado de una gran barriga y tras una mesa enorme y muy despejada. Comía sin parar nueces de macadamia, y su novela no era más que un nombre, Valentín Doyfé, y un trabajo, notario de día y justiciero de noche. Cinco meses después, Velentine Doyffe se veía envuelto en una conspiración a lo largo de doscientas cuarenta y siete páginas. Ni siquiera le enviaron un ejemplar, pero fue emocionante encontrarlo en la librería. En la cubierta trasera aparecía el notario con treinta kilos menos escribiendo en un café. Le hizo gracia. Pero que le cambiaran la primera frase, su primera frase: «En aquel entierro, la mayoría de los muertos estaban de pie», no le hizo ninguna. Lo hojeó frenéticamente en busca de sus palabras, era como si se las hubieran cambiado todas. Y encima tuvo que comprarlo para enseñárselo a su madre, que tampoco lo entendió: si lo has escrito tú, Pablo, por qué no pone tu nombre.

Estaba terminando la tercera entrega de Doyffe cuando al notario le estalló una arteria. El texto, con algunos cambios, sirvió para satisfacer a cierta dama, reconocida autora de literatura juvenil, que deseaba dirigirse a un público adulto. Y luego llegaron un presentador de televisión, una diputada en horas bajas, varios periodistas y hasta un tipo que había ganado un Goya al mejor guión original. Pero él seguía siendo invisible, invisible para Hacienda, para la Seguridad Social, para los bancos; invisible hasta para las editoriales. Se paró en el escaparate de una librería. De crío, nada le gustaba más que entrar en las librerías. A través de su reflejo en el cristal veía los libros. Entonces encendieron las luces dentro, y su reflejo desapareció. Un claxon le hizo dar un respingo. Se giró. ¿Estás muy liado? ¿Tienes tiempo para un café?

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