Ese ojo de niño que lo mira todo con la pupila fija. Lleva el resto de la cara tapada con una especie de capucha que alguien, quizá su madre, ha improvisado con un pedazo de tela basta y sucia para protegerle de ese sol abrasador que convierte la lona en fuego del infierno.

Avanzan. Despacio, pero avanzan. Quieren creer que en la dirección correcta. Nadie habla porque ya no queda nada que decir y ahora es más importante conservar las fuerzas; lo peor aún está por llegar.

Volvemos al ojo del niño que lo mira todo, incrustado en una cabeza que descansa apoyada en el regazo de una mujer magra, con la cara manchada de sal, la mirada fija en el horizonte vacío y unas manos delgadísimas que sujetan al niño por los hombros con un ligero estremecimiento involuntario que ya no puede controlar.

Tienen sed. Todos tienen sed. Alguien, hace ya un rato, preguntó por el agua, pero le respondieron a gritos, de mala manera y nadie más se atrevió a decir nada. Aquí, morir es demasiado fácil. Incluso intrascendente.

Delu, que asi se llama esa mujer tan flaca que sostiene al niño que lo mira todo, no sabe si conseguirá llegar. Ya casi ni le importa. Sostiene al niño con temblorosa firmeza, para que no se le escurra de entre las manos y caiga al suelo, mientras huye de la realidad pensando en su aldea, en su infancia, en sus padres, que la llamaron Delu, porque era la única niña de la familia, y éso es precisamente lo que su nombre significa.

A su lado, dos jóvenes, que son hermanos y vecinos suyos, dormitan. Le han prometido cuidar al niño si a ella le sucede algo y ese compromiso la reconforta, aunque no está del todo segura de si lo cumplirán, llegado el momento. Son dos muchachos, demasiado jóvenes, demasiado asustados por la inesperada magnitud que ha cobrado su aventura. Tanto, que el miedo les paraliza como el veneno de un escorpión gris.

Un poco más allá, hacia adelante, un anciano reza en silencio, moviendo casi imperceptiblemente sus labios resecos, cuarteados por ese sol abrasador, mientras va desgranando las cuentas de un rosario de marfil, tan blanco, que brilla entre sus dedos, tan oscuros.

A su lado, Ahmed tiene hambre, mucha hambre. Se siente desfallecer. Las fuerzas le abandonan, escapan de su cuerpo para perderse, supone, en algún lugar del cielo. A ratos le asalta una rabia ciega, furiosa, que reprime como puede, aunque tampoco le cuesta mucho, porque ni consigue moverse, apretado como está, uno más entre tantos otros que agonizan como él.

No, nadie se mueve. Ni se puede, ni tampoco se quiere… ¿para qué gastar fuerzas para nada? ¿cuánto debe faltar para llegar? ¿mucho? En ese caso, piensa Mehmed, están perdidos. No podrán resistir mucho más. Calcula que se acerca un nuevo mediodía y algunos, los más débiles, sucumbirán. 

Pero quizá no, quizá falte muy poco para llegar al final y terminar con el suplicio más caro de su vida. No lo sabe, pero intenta mantener el optimismo. Al fín y al cabo, las probabilidades son las mismas ¿no?

Retrocedemos de nuevo hasta el niño que lo mira todo, al que ahora le salpican de refilón los blancos relámpagos de espuma que golpean la fláccida goma de la cubierta. Se oye el rumor asustado de los viajeros, acallado a gritos por los tripulantes, que amenazan al grupo con sus armas desconchadas. Todo parece moverse, temblar, como si las bordas se aflojaran y la barca quisiera empezar a hundirse, incapaz de soportar el repentino zarandeo de las olas.

Los viajeros contemplan, desolados e impotentes, como los tripulantes cargan con el motor de la embarcación y desaparecen, saltando por la borda, huyendo en otra barca de menor tamaño que ha venido a recogerles. Un negocio redondo a costa de sus vidas: Perro come perro.

Ahora todos flotan allí, solos, abandonados, en silencio, a la deriva, sintiendo que el aire escapa de la reseca goma de la cubierta al mismo ritmo que la esperanza abandona sus corazones vencidos. Ya está. Terminó. Estos no lo consiguieron: Treinta segundos de noticiario en el horario de menor audiencia.

Sin embargo, arriba, en ese cielo al que nadie mira por temor a quedar ciego por el sol, alguien contempla la solitaria patera. Sacude la cabeza con enojo, habla por radio, consulta un enorme reloj que ocupa toda su muñeca y sonríe, mientras mira hacia sus invisibles compañeros con el pulgar levantado: llega el rescate. Esta vez a tiempo.

Enfoca de nuevo los prismáticos sobre la patera y esta vez su mirada se detiene en la de un niño que le mira con un solo ojo, su pupila fija, sin parpadear, sin moverse, clavada en la suya. Ese ojo que lo mira todo.

Claro, piensa, ha muerto. Para él, han llegado demasiado tarde… 

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