Otra noche en vela, así que no madrugó. Se despertó de casualidad cuando sonó el timbre. Y decidió dedicar el resto de la mañana a preparar la vista de la tarde, pero no a repasar sus argumentos.

Sería ya su vigésima quinta defensa. Era bueno, lo había demostrado ya en muchas ocasiones. A veces, sin demasiado a su favor, había conseguido ganar pleitos imposibles gracias a la agudeza de su ingenio y a su don para la oratoria. Consagró los últimos diez años de su vida a las leyes, que era lo que se le daba bien. Se preparó para defender causas, las que fueran, sin importarle demasiado lo que a otras personas de su profesión sí les importaba. El amor por su trabajo estaba por encima de todo y eso lo hacía diferente del resto. Diez años dan para mucho. Salvó la vida de aquella chica que fue violada cientos de veces por su jefe, nunca la olvidará. Consiguió que encerraran a ese desalmado. Pero también ayudó a muchos «peces gordos» a conseguir que pudieran seguir pudriéndose de dinero sin tener que preocuparse por nada. Había defendido con éxito causas de familias divididas por herencias, de parejas cuya razón de existir consistía exclusivamente en joderle la existencia al otro, de hermanos que llegaban a despellejarse vivos por defender el honor de un perro, de artistas que se ganaban la vida plagiando, de empresarios que querían ocultarle al fisco sus beneficios y un sin fin de situaciones que iban del más extremo surrealismo a la máxima crueldad. Sea como fuere, siempre las ganaba.

Pero esto era diferente. Se sentía inseguro, algo hasta ahora inconcebible para él. Sabía muy bien cómo guardarse para si mismo sus convicciones morales y programar su cerebro para conseguir el objetivo, sin debatirse en el plano de lo ético. Estaba muy acostumbrado a hacerlo y, sin embargo, Abdul le rompió todos los esquemas.

Después de la trágica confesión de aquella maldita tarde, le costaba cada vez más desconectar. No contaba con que un día su sentido moral dejara de hacer zapping y se levantara del sofá para ponerse manos a la obra. El caso es que aquél día, junto a la luz de una vela, en aquél cuartucho de mala muerte en el que Abdul dormía desde hacía meses, todo cambió. Algo extraño y hasta sobrenatural, podríamos decir, le sucedió en su mente.

Había tardado meses en conseguir que el chico se soltara y hablara con franqueza de su pasado y de su forma de vida. Abdul era solo un chaval de diecinueve años. Listo, sí. Pero había sufrido lo que nadie imaginaba, no solo en lo psicológico sino también en lo físico. Cautivo durante años, su principal alimento había sido el odio. Un irracional deseo de venganza lo dominaba por completo. Su capacidad para persuadir, su claro y lógico razonamiento y esa ternura que desprendían sus ojos al terminar su relato, le removieron por dentro. Empezaron entonces las pesadillas y sus visitas al psicólogo. Aparte de aprender un sustantivo muy exótico que diagnosticaba su estado y un par de charlas que hubieran sido agradables para cualquiera, no sacó mucho más. Cada noche el sueño se repetía y volvía a recorrer aquel descampado huyendo de las balas, hasta que daba con una pelota. La pateaba y sus piernas estallaban en pedazos. Intentaba huir arrastrándose hasta que unos hombres con la cara tapada lo alcanzaban y lo degollaban. El olor a sangre y a pólvora aún permanecían cuando se despertaba aterrorizado y con las sábanas empapadas por el sudor.

Empezaba a estar muy preocupado. Recurrió a una hierba muy potente que le conseguía su hermano. Pensaba que igual necesitaba unas vacaciones o simplemente tendría que dejar de ver películas violentas por un tiempo. No estaba muy seguro pero a ratos le parecía que perdía el control, era como si algo dentro de él se hiciera con el timón. Informó a su hermano, quien le recomendó dejar la hierba y tomar otra cosa. Cualquier cosa, le decía, pero esto no.

Probó otras cosas y la cosa no mejoraba. Ya no podía pensar en nada que no fuese Abdul, ese niño que tanto sufría, a quien él conocía, y que no era terrorista. Su comportamiento irascible se unía a cierta intolerancia ante cuestiones que antes ni le importaban. Normalmente era capaz de ver todo el telediario, con todas sus desgracias, sin que asomara en él ni un ápice de empatía por ninguna de las catástrofes que en ellos se anunciaban. Era capaz de distraerse inmediatamente y dejar la mente en blanco. Pero ya no podía, y su preocupación rozaba la desesperación.

El mal humor dio paso a las voces en su cabeza. Las noches se le hacían más largas y una inquietud incesante le consumía. Así que le dio por aprender extraños idiomas, y se pasaba las noches traduciendo libros antiguos. Apenas dormía. Y cuando lo hacía, volvía la pesadilla. Volvían a estallarle las piernas, volvían los tipos a degollarlo, una y otra vez. Y se sentía como Prometeo cuando cada noche, por castigo de Zeus, el águila Tifón le devoraba su hígado.

Ese día las pesadillas habían sido más intensas de lo normal. La tarde se le echó encima casi sin enterarse. No comió nada. Se vistió con la ropa que había preparado para la ocasión y se marchó al juzgado.

Ya en la sala repasó sus papeles. Con tranquilidad, asistió al paseo del reo esposado por todo el pasillo, entre los murmullos de la multitud, mientras lo conducían a la cabina de aislamiento. El juez tuvo que solicitar silencio en varias ocasiones hasta que lo consiguió. Mandó subir al estrado a la defensa y le pidió que procediera.

No les dio las buenas tardes. Se quitó la chaqueta descubriendo el artefacto pegado a su cuerpo. Miró fijamente a Abdul, que le sonreía detrás de los cristales.

Le costó fabricarlo pero funcionó a la primera. Tiró de la anilla y no se oyó ninguna exclamación a ninguna divinidad.

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