Siempre han existido dos ciudades divididas por una línea delgada entre la opulencia de algunos y la sobrevivencia de otros. Esa frontera invisible que se materializa y se distingue ante tus ojos, cuando miras a los policías llenando sus camionetas con paquetes, cajas, carritos de jugos, de tamales, niños, ancianas y de cuanta cosa o persona se cruce en su camino, siempre y cuando se ajusten a su juicio sobre comercio informal o sirvan para cumplir su cuota.
Camino por las calles del centro histórico hacia el mercado Abelardo L. Rodrigues, viendo esquina a esquina ésta injusticia, que desde que tengo uso de razón, existe. Es algo que llevo adherido a la piel como muchas otras personas que crecimos en esa zona específica de comercio en la ciudad. Recuerdo saber lo que se siente. Algunas veces,de pequeño, llegué a vender mochilas en la calle, me tocó aprender a escuchar el significado de los chiflidos para saber si era necesario correr para que no me quitaran la mercancía o estaban apunto de iniciar una trifulca contra la «autoridad». En ese tiempo sólo tenías que cuidarte de los policías, ahora, también de los que se adueñan las calles. ¿ Es mejor ésto que un trabajo de oficina? Por lo menos aquí sabes cómo funcionan las cosas y no se andan con hipocresías o comerciales empresariales.
Llego al mercado que me trae los mejores recuerdos de mi infancia y el mejor aprendizaje sobre trabajo que pude tener. En este lado de la frontera invisible, uno también puede tener las mejores experiencias.
Recuerdo con añoranza los mejores días. Talleres familiares de mochilas, con la música en las grabadoras, imágenes de chicas «candentes» adornando las paredes, los trabajadores ocupados realizando la maquila y el impresionante sonido de las máquinas de coser. Cada taller un universo. Los negocios de ventas generalmente se encontraban debajo de los talleres. Así mismo, recuerdo las diferentes personas con oficios que se volvían cotidianos al lugar, como los boleros de zapatos, los diableros, los cafenautas ( señores que vendían café con unas mochilas que los hacían ver como astronautas ante nuestras miradas de niños), los comerciantes informales en las calles aledañas al mercado que entonaban sus peculiares gritos. Los niños conocíamos de oficios, de trabajo honesto, de solidaridad, pero también queríamos ser profesionistas, porque aunque armoniosa podía ser la vida en ese sitio, de pronto comenzaba a tornarse conflictiva, repetitiva, desigual. Cuanto más expandían la zona «turística» de la Ciudad de Vanguardia, el otro lado se volvía ciudad sin ley que te otorgaba sólo tres opciones: Estudiar, No estudiar y dedicarte al comercio o dedicarte al comercio deshonesto y a la delincuencia.
Estudié una carrera creyendo que el trabajo podría ser mejor. Sin embargo, las empresas son entes que te absorben la vida, la salud y pagan lo que se les da la gana, y bueno, los compañeros… Sabemos cómo son los «compañeros», el tamaño de la lengua importa a algunos para lamer mejor el zapato del jefe, tienes que hacer de tu cúbiculo una trinchera, entre menos pienses mejor y puedes disfrutar y acabarte el sueldo bebiendo tus frustraciones laborales en el lado bueno de la frontera; Por el otro lado, en el comercio ganas más que como profesionista, tampoco te dedicas a lo que te gusta pero no piensas en quincenas porque el dinero fluye cotidianamente, puedes ser tu propio jefe, aplicar técnicas de supervivencia y la ciudad te absorbe al estilo CDMx.
Las fronteras invisibles se viven. ¿ Cuál será mi nuevo trabajo?
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