Para mi sorpresa, me adjudicaron por fin una misión. Podría escoger al sujeto de estudio. Incluso el lugar donde lo haría. Y no dudé, porque hacía tiempo que un destino en particular me fascinaba. Desarrollé mi argumentación basándome en el interés que tenía a lo largo de la historia: suya y nuestra. No hubo objeciones y aceptaron. Me incorporé a mi destino el 14 de febrero de 2015. Si bien para nosotros esa fecha no tiene ningún significado, para ellos sí. Nada que pudiera interferir en un estudio serio y profesional.

Me situé en el ambiente elegido sin contratiempos. Pero cometí un grave error. Tan garrafal que, aún hoy, no puedo creerlo. Al instalarme en la escuela y debido a la ausencia en mí de ciertas limitaciones, di por hecho que todo serían ventajas. Me avergüenza reconocer que me sentía superior y creía tener el control de la situación.

Mi sujeto de estudio percibió al instante que yo era distinto. Y no es que eso supusiera un problema. Al contrario; me prestaba tanta atención que yo podía realizar mi análisis sin tener que forzar para nada cada momento. En unas semanas nuestra confianza ya era complicidad. Ella matizaba conmigo los últimos detalles que la convertirían, sin lugar a dudas, en una maestra competente y capaz.

Comencé a notar pequeños roces que normalmente eran cuidadosamente evitados con otras personas. Al principio dudé, pero después estuve seguro de que no era cosa mía. El punto crítico llegó cuando ella, una buena mañana, me dijo sin preámbulos que mi olor era distinto a todo lo que había sentido jamás y, quiso reconocerme con sus manos.

Me quedé sin palabras. ¿Qué hacer? Nada. Arriesgarme formaba parte del trabajo y además, me agradaba de una forma peculiar que no había analizado.

Así fue como sus manos palparon mi cara y, sin que yo intentara evitarlo, bajaron por mis hombros tras acariciar suavemente mi cuello. Continuaron recorriendo mis brazos hasta llegar a mis manos y, en ese preciso instante, se alejaron de mí.

Entonces hice lo que jamás debía hacerse. Me acerqué a ella y comencé a recorrerla de la misma manera, por los mismos caminos.

Pienso que al principio estaba tensa y no se atrevió a moverse, a huir, por puro miedo. Pero después, sentí cómo se relajaba, salvo su respiración, y esta vez, las manos no se separaron. Se acariciaron hasta que oí su gemido intenso, magnífico.

Tras quedar aturdido, salí a toda prisa del aula, del edificio, de la ciudad, del planeta. Había fracasado. Enamorado perdidamente de esta criatura tan terrestre como ciega, mi contacto la había llevado al éxtasis a costa de toda su energía.

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