Me pregunto en qué afectará la lluvia al estado vital de una válvula de cerdo instalada en el corazón. La que tiene mi madre y que no pudo prestar a papá la mañana que murió. Además, les separaban exactamente 720 km. Ese día no llovió. Se hubiera echado a perder la uva.

A mí me gusta caminar por Madrid sin paraguas cuando llueve. Oler la tierra húmeda del parque. La válvula del sexo se hincha para expulsar las toxinas pesantes y limpiar alergias que rumian. Soy Tauro y con la lluvia me envalentono, así que exijo a la hipófisis poner orden de tal modo, que cientos de gramos de petróleo se aprietan desde el coño hacia las baldosas mojadas de cerámica cada vez que inhalo hondo unas gotas de lluvia. Cierto goce me viste porque siento la protección de la tormenta y no necesito el rescate (masoquismo). Como nadie me ve, con paso firme, y aun temerosa de ser mediocre, dejo a un lado la persona que siempre finjo ser. Ahora no tengo tanto miedo porque me saluda la alegría. Estoy en mi hábitat natural. Es momento de lavarme las manos con el agua de la inocencia. Cuando ésta llega al cuello, los cristalitos de la angustia se derriten, desaparecen y ya solo debo esforzarme por ser fiel a mí misma.

Estoy completamente empapada pero la cerdita roja, desde el interior, advierte un esbozo de fiesta en mi cara. Las gotas de lluvia resbalan por el rostro al terminar su paseo por mis mechones largos de gitana. Paso la lengüita por ellos absorbiendo el agua azul. Me encanta este momento. Casi puedo brincar; así, más rápido. El antro de la naturaleza me incita a correr sin sacudir la conciencia. Se enrosca en mi apéndice porque ahora la que tiene miedo es ella. Que se vaya de una vez y no vuelva. Estoy casi limpia y este ruido vibrante tiene que durar, al menos hasta que deje de llover.

Apenas cae brizna.

La puerta de casa codea sensual a mi paso.

Se ruega seguir manteniendo la calma. Voy a darme un baño caliente en mi bañera roja.

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