Mi ex-cuñado era conjuntero . Él, la primera noche de muchas de aquel verano en que, después de cenar, le acompañamos en su costumbre, adquirida a causa de su profesión, de trasnochar, me dio la pista para entender cómo nació la Filosofía. Alrededor de un vaso de güisqui -sólo bebía él-, debatíamos sobre trascendentales temas que él sugería para mantenernos despiertos hasta que le entraba el sueño. Lo mismo se hablaba de cómo un ciego podría definir la oscuridad, como de si el no-espacio era posible. Lo importante no era la conclusión. Lo que se me quedó impregnado fue el clima, la actitud. Cuando, después del verano, me enfrenté a la Historia de la Filosofía como asignatura; cuando el «profe» empezó por los presocráticos -no había entonces referencia alguna a un pensamiento que no fuera el occidental- comprendí que fue necesaria mucha sobremesa, mucha mañana soleada sin nada mejor que hacer, mucha noche de verano en la que apeteciera charlar con los amigos, para que, entre comentarios inanes, prendiera el gusanillo de plantearse, sin prejuicios, el sentido de la vida, la posición de cada uno frente a lo real, lo ideal, la muerte.
Cierto es que también llegué a la conclusión de que fue necesaria una buena infraestructura social de esclavos que dejaran a las mentes preclaras libres de toda servidumbre humana, que, reconozcámoslo, se lleva la mayor parte de las horas del día. Recuerdo haber oído a un flamenco de pro explicar por qué no había mujeres guitarristas en el flamenco: «Cantaoras, sí, bailaoras, también, pero guitarristas… las mujeres necesitan las manos para hacer sus cosas». Así, de un plumazo, la discriminación secular en una frase.
Calculé que también precisarían un buen colchón económico para dedicarse a algo tan poco lucrativo como pensar sin cortapisas. Otra cosa es que, después de lanzarse por el terraplén de la metafísica, ética, lógica, algunos creadores del pensamiento occidental derivaran hacia un proceder bohemio o descuidado en todo lo que no concerniera a su verdadero amor: el conocimiento, o las pasaran canutas si chocaban con los poderes fácticos.
La mayoría de los grandes filósofos interpusieron barreras higiénicas para que sus reflexiones no fueran a desembocar en un derrocamiento del sistema. No iban a reconocer la categoría de ser pensante a un esclavo o a una mujer, no fueran a darse a la meditación y echaran a perder la comida. Mejor acabar con las tonterías de los no racionales con un buen latigazo o un certero diagnóstico de histeria. Mis compañeras de bachillerato se me enfadaron el día que, imbuidas del espíritu de la Grecia clásica, soñaban con participar de la esplendorosa vida intelectual de la Atenas de Pericles y yo les dije: «Depende del papel que nos tocara en el reparto». Mi fama de cenizoviene de antiguo.
¿Y qué llevó al ser humano con tiempo, dinero y cerebro a la Filosofía? ¿Qué despertó el afán de saber, de comprender sin recompensa inmediata más que la propia satisfacción intelectual? Mi teoría, que, como ignorante, desconozco si ya ha sido formulada y, por tanto, aunque avergonzada, rechazo posibles acusaciones de plagio, es que el hecho que domina el pensamiento filosófico es la imposibilidad de aceptar la muerte, de aceptar que cuando la vida se escurra, cuando el cuerpo se seque y se pudra, todo vestigio de la propia existencia se desvanecerá.
La única experiencia que va a ser padecida por todos y cada uno de los seres vivos es recibida en esta parte del mundo como si fuera un fallo del sistema, un accidente. Esclarecedora fue la reacción de una amiga que me contaba la muerte de una mujer por infarto y de otra por cáncer, ambas amigas entre sí y en corto espacio de tiempo. Tras ponerme al día, con un estremecimiento, dijo arrepentirse mucho de haber hablado del tema, por miedo a que, por hablar de la muerte, estuviéramos haciendo una especie de llamamiento nigromante. De nada valió -más que para conseguir que se enfadara- mi tímida sugerencia de que llamada o no llamada, de la muerte no se libra nadie que esté vivo. «Calla, no seas cenizo, que luego no duermo de miedo», contestó un tanto airada.
La consciencia de muerte, de pérdida insoslayable, ha llevado al ser humano a tratar de permanecer en la vida de las maneras más variadas. Toda creación artística, toda hazaña deportiva o bélica, lleva en sí un reflejo de la necesidad de crear algo perdurable. Asimismo, y como una rama pragmática de la filosofía, como una filosofía de los desheredados, nacieron las sedicentes únicas religiones verdaderas, que premian a los desgraciados humanos que no conocen en vida ni un solo paraíso -mucho menos uno fiscal- con uno que se ganarán una vez muertos, si han trabajado mucho y no han dado motivo de queja a sus amos.
Por eso las mentes prácticas no suelen atreverse a traspasar lo límites impuestos por la ancestral tradición de no molestar a los dioses de cada época -quienesquiera que ellos sean- a la hora de enfrentarse racionalmente a la realidad, ni siquiera a su propia realidad. Ya se han venido ocupando los brujos de la tribu de apalabrar castigos eternos, post morte o inmediatos, a aquél que ose dudar de la verdad revelada.
Y luego están los que esquivando los peligros de ser tachados de pensar por libre, se enfrentan a la realidad con la mente limpia de prejuicios. Alguien decidió en su día -quizá tratando de volver a la estructura social de la Grecia clásica- que dar las pautas para construir un pensamiento lógico no es necesario para formar trabajadores. Pero el raciocinio, como la vida, chisporrotea a pesar de todo: los fundamentos filosóficos que se estudiaban en mi época derivaban en demostrar la existencia de Dios, pero curiosamente, la frase que despertó mi cerebro fue musitada, como dejada caer, ahora creo que conscientemente, por el «profe»: «No quiero decirles más sobre Santa Teresa, no vayan a perder la fe».
Sin duda, él era otro cenizo.
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