Se inició la meditación. Caminaban en silencio por el césped, se desplazaban aleatoriamente, concentradas en los gestos que realizaban con sus manos o «mudras». El mudra elegido era el del «infinito», se formaba uniendo el dedo pulgar con el dedo medio de ambas manos y abriendo las conexiones de las mismas se entrelazaban dibujando la figura del infinito. A cada paso debían de repetir mentalmente una de las siguientes palabras: «gracias”, “te amo”, “perdóname” o “lo siento”.

Luz caminaba descalza, sus pies se hundían lentamente en la humedad de la hierba. De inmediato, se le representaba una nueva perspectiva para pintar un cuadro. Sus ojos recortaban la imagen, la encuandraban, se fijaban en las sombras que formaban las briznas de hierba sobre su pie, en las de tonalidades de verde, de ocre…

La pintura le había proporcionado momentos de verdadera felicidad. Mientras pintaba se producía una especie de inmersión en un flujo creativo acompañada de un “olvido del yo”. Era un tiempo de pura inmediatez, de presente continuo, en el que un torrente guiaba la mano y el pincel en un automatismo sin conciencia, mezclando colores, manchando el lienzo. ¿Ese flujo creativo, no suponía un instalarse en el “infinito”, en el “instante” sin un antes y un después?

Gracias” fue la palabra elegida por Luz. ¿A quién o qué daba las “gracias”?, ¿existía ese “orden cósmico” o “consciencia cósmica” a la que agarrarse?, ¿por qué esa necesidad de creer en un algo trascendente, en un más allá?, ¿a qué se debía esa tendencia a fundamentar nuestra existencia en “lo Absoluto”?

Pensó que A. Comte, el filósofo positivista francés, se había equivocado al creer que el desarrollo de la investigación científica llevaría al ser humano a menospreciar las creencias metafísicas y religiosas. ¿Esta dimensión trascendente del ser humano era una condición “neuronal» o «somática” para evitar la desesperación por el vacio, el “horror vacui”? ¿Sería posible vivir y asumir nuestra existencia sin miedo y sin negar la muerte?

Las ciencias no se cuestionaban el “misterio”. La filosofía y la religión si lo hacían. F. Nietzsche había afirmado que lo que nos hace “humanos” era precisamente esa “profundidad”: “la conciencia”.

A cada pisada, se decía así misma “gracias”. Esta palabra se difuminaba, como el trazo del pincel se difumina, impregnado de esencia de trementina para formar transparencias en el lienzo. “Gracias” era más bien una aceptación de lo que es, era una afirmación y valoración de lo dado. “Gracias” por estar viva, “gracias” por tener salud, “gracias” por haberse cruzado en el viaje de la vida con determinadas personas, “gracias” porque hay días oscuros y luminosos…

Luz olió el “infinito” al pasar junto al jazminero. ¿Se decidiría a pintar, algún día, esa imagen de los pies hundidos en la hierba?, ¿podría llegar a superar el “horror vacui” del lienzo en blanco?

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