Otoño envuelto en un velo de niebla. No obstante, el vapor zarpó con temeridad, sin rastro de aflicción por dejar la tierra firme. Penetré en el interior, en una amplia zona destinada a pasaje, parcamente decorada, si no fuera por los paños de terciopelo rojo adamascado que flanqueaban las ventanas. Tomé asiento e inicié un soliloquio adormecedor que se vio interrumpido por las excusas del que iba a ser compañero de viaje, por equipaje una breve valija, marcada con dos iniciales : M. B. De fisonomía escueta, ojos francos, de una recóndita tristeza lunar.

El frío atenazaba mis extremidades y un súbito espasmo convulsionó todo mi cuerpo. El desconocido me observaba curioso, decidiéndose a desenroscar el tapón de un termo de café, me ofreció una taza que yo recibí en actitud oferente. De repente, me espetó:

– ¿ Va usted al “sanatorio”?.

– Lacónica, respondí, dónde podía ir si no.

– Por lo que veo, masculló, compartimos el mismo destino. Después se sumió en un profundo silencio.

Secundé su actitud, sumergiéndome en mis pensamientos. Todavía resonaban en mis oídos los comentarios llenos de temor y cuidado por mi vida que vertieron mis compañeros del hospital, cómplices de vigilias interminables en reto con la muerte, lid desigual en la que contaban la ciencia y mis manos de médico, impotentes y esperanzadas, intactas las ilusiones, como los insectos que diseccionaba en las clases de anatomía, confinados en botes de cristal, zambullidos en formol. No importaban los destartalados muros del hospital, la escasez, el pírrico emolumento que apenas cubría la subsistencia de una voluntad, la mía, inquebrantable.

Ensimismada en el recuerdo, el tiempo se me deshizo en la inmensidad azul y encrespada que insistentemente golpeaba en mi ventanilla. De repente, oteé una mancha verde exuberante, como aquellas que me hacían soñar sobre los mapas de escolar transportándome a la fina transparencia de los mares del sur, bajo la luz de la linterna de la imaginación. La visión agradable disminuía a medida que la distancia se acortaba: un grueso muro de piedra ceñía el macizo de vegetación, ahogándolo en su plenitud.

La sensación de asfixia se acentuó con la maniobra de atraque al pequeño embarcadero, arquitectura de madera, derrotada por el mar en recientes combates, que apenas pudo balbucir una leve queja al paso de los dos viajeros que la cruzaban : M. B. y yo. Lo sucinto del camino nos situó ante una puerta, concebida para la reclusión, que resistió el apremio imperioso de nuestra llamada. Inmediatamente, se abrió un minúsculo postigo, del que emanó una voz telúrica, interrogándonos sobre nuestra identidad.

Al fin, se nos franqueó el paso a un paisaje interior desolado. Una pileta ocupaba el centro del patio, en sus profundidades, apenas atisbadas por el color verdusco y denso del cieno, se esbozaba la figura de Caronte, compuesta de teselas multicolores, cruzando con su barca la laguna Estigia. Este era el epicentro de una extensión de terreno circular poblada por una vegetación inane. Presidiendo el yermo conjunto, un edificio, horadado en simétrica disposición a modo de angostas luminarias, empeñadas en no dejar pasar el más mínimo resquicio de luz.

La voz que nos interrogó a la entrada se materializó en una mujer, aséptica y anónima. Presidía la comitiva, con paso marcial, que traspasó el umbral del llamado, eufemísticamente, “sanatorio”

En el vestíbulo, observé los pulcros suelos marmóreos, lago reflectante de la alta bóveda de firmamento azul, exornada con frescos que narraban los hechos de Sodoma y Gomorra. Mi asombro se desvaneció al aparecer sigilosamente un hombrecillo enjuto, lentes escrutadoras de grueso cristal, y sonrisa gélida. Su mano huesuda, impregnada de sudor nervioso, estrechó las nuestras:

– Bienvenidos al “sanatorio”. Recibí sus misivas, ya les esperábamos con impaciencia. Acompáñenme, les enseñaré las instalaciones y sus dependencias.

– Disculpe, le interrumpí, ante todo me gustaría examinar al enfermo.

Mientras caminábamos por los laberínticos pasillos, proseguía con su perorata:

– El Estado ha habilitado dos plantas incomunicadas para acoger el número de afectados previstos cuando la pandemia ataque con mayor virulencia. Por el momento, el “sidón” ha atacado a un solo enfermo, “el primero entre todos los hombres”, siendo trasladado inmediatamente a estas instalaciones.

-¿En qué estadio están las investigaciones sobre el virus que lo produce?.

– Doctora de la Fuente, replicó, nuestra misión es aislar al portador y favorecer su deceso, órdenes expresas del Comisario de Sanidad.

Estas últimas palabras golpearon mi conciencia con la fuerza de un ángel justiciero. La utopía quedó congelada en mis venas, hasta que mi mirada se posó sobre Cruz. Veintiocho años, delgadez extrema; se olvidó de las palabras, habla con la mirada, clavada en la mía. Fase terminal del “sidón”, así lo denominaba la comunidad científica, un patógeno devastador de origen desconocido… ¿ Probablemente pergeñado en las entrañas de la “Gran Alquimia”?. Dejo el desnudo habitáculo y arrastro mi cuerpo hasta un banco del pasillo.

-¿Por qué?. Manuel Bueno me sorprendió hablando en voz alta:

-¿ Es sacerdote, Manuel?.

– ¿Qué hace en este centro de exterminio?. ¿Dotarlo de la anuencia divina ?…Insinué amargamente.

La muerte vino por fin a cobrarse una vida prestada, una de tantas en el gran tablero de los intereses. Cruz era sacudido por continuos vómitos de sangre, cálida y termal, exhalando un vapor fragante que, paulatinamente solidificado, investía el cuerpo de una crisálida purpúrea. Cuando se derramó la última gota del cáliz de su cuerpo, la ninfa forjada con sus mimbres se preparaba para la definitiva metamorfosis: la conversión en un lienzo de seda. En él se apreciaba con toda nitidez el rostro del ” primero entre todos los hombres”, nimbado por una corona.

– El rostro de Dios, musitó Manuel Bueno, mientras yo doblaba, en múltiples pliegues, la sábana ocultándola a la mirada de los demás. Jamás saldríamos del sanatorio…

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