Erase un hombre elevado, un hombre tremendamente inteligente, un hombre extraordinario.

Acostumbraba a pasear por la ciudad: aquellas hileras de lápidas colosales por las que individuos pusilánimes discurren como lodo en la lluvia torrencial, aquellas calles grises y uniformes en cuyas esquinas colmadas de esquelas se afanan viejos renqueantes, y allí su superioridad alcanzaba el apogeo.

Tan elevado era que, cuando alguien le daba alguna orden estúpida, obedecía con una sonrisa sarcástica, tan consciente de su superioridad que no tenía necesidad de rebajarse a discutir; tan elevado que, cuando, solo en la marabunta humana, se enfundaba los auriculares, y la Reina de la Noche le susurraba arias de amor, sabía que nadie a su alrededor podría aspirar jamás a sentir aquel gorjeo fulgurando en las entrañas como él lo sentía. Sentía que él y ningún otro podría justificar la existencia humana, el movimiento de las placas litosféricas o el entero discurrir del cosmos solamente con aquella soprano.

Y así, la vida del hombre elevado seguía. Y cuantos más abandonos, más tareas onerosas, y más indiferencia hacia su persona, más sonreía, colmado de orgullo, porque sabía que, cuanto más equivocados estaban ellos, más en lo cierto estaba él.

El hombre elevado había aprendido. Había aprendido a obedecer, pero no con resignación y estoicismo, sino con el placer sardónico, el puro deleite de ver al hombre superior cumplir la descabellada voluntad del inferior. Y sonreía.

Pero cuando la noche llegaba, y ya había sonreído demasiado, escuchaba Der Hölle Rache kotcht in meinem Herzen, y extendía la mano, casi pudiendo sentir su rostro…

Aria de la Reina de la Noche

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