Las historias que me contaba mi madre solían transcurrir en su infancia. Eran una infinidad de recuerdos de España, de la guerra civil, del viaje en barco y de los primeros años en el país. Pero este relato en particular fue el que mejor se grabó en mi memoria infantil; como una gema entre tantas de un tesoro familiar pródigo en tristezas. El hecho había sucedido cuando ya vivían en Buenos Aires, en la casa de Ciudad Evita. Mi madre me lo contó hilando un monólogo que no me atreví a interrumpir, y que expresaba su emoción como si todavía estuviera intacta. Dijo así:

Cuando era chica tenía un perro que se llamaba Marx. El nombre se lo había puesto mi papá, porque decía que era el más fiel de sus camaradas. Algo de cierto había porque este perro lo seguía a todos lados. Cuando hacía trabajos en la huerta, por ejemplo, Marx estaba siempre ahí. Bastaba con señalarle dónde para que pusiese sus patitas en la tierra y escarbara el hueco que recibiría las semillas: tomate, zapallo, pimientos… Además de estas plantaciones, mi padre también tenía un gallinero; había un gallo y varias gallinas. Una era bataraza y tenía un andar medio chueco que a mi me hacía gracia. Se llamaba Raquel. Era mi preferida. Un poco porque era “la distinta” y otro poco para llevarle la contra a mi papá, que siempre amenazaba con hacerla puchero, porque se ponía clueca cada dos por tres. Ella se paseaba orgullosa con toda la fila de pollitos detrás, y a mi me daba ternura verlos corretear a su alrededor. Pero cuando crecían, no tanto. Sabía que cualquier día iban a desaparecer del gallinero y los vería colgados de la soga, esperando convertirse en nuestra cena o en alguna que otra conserva. Mi papá se encargaba personalmente de sacrificarlos y lo hacía con destreza. Los ponía sobre la mesa de mármol que había en el patio. Con la mano derecha sostenía la cabeza y con la otra, el vientre. Una vez controlados, los agarraba del cogote y, en un solo movimiento, ¡track! Los desnucaba de un saque. Después los llevaba al lavadero y terminaba el trabajo: Desplumarlos, colgarlos y escurrirles la sangre, sacarles las vísceras, esas cosas.

Cuando Marx no andaba en la huerta yo aprovechaba para jugar con él. ¡Pobre perro!, tenía que aguantarse que lo montara como si fuera un caballo. Me gustaba imaginar que era un blanco corcel de princesa y él siempre se dejaba, manso. Ahora se me ocurre que me tenía tanta paciencia porque sabía que después venía el alivio de mi segundo entretenimiento predilecto: quitarle las garrapatas. Se las pescaba dos por tres, porque en esa época los perros estaban afuera. Eso de que durmieran dentro de la casa era inconcebible. Vivían afuera y nunca atados. Mi papá pensaba que atarlos era una crueldad. Si era el perro de la familia, no iba a escaparse. Además, no había que subestimar al animal; él sabía que allí le darían de comer y, si se ponía enfermo, también lo iban a cuidar. Claro que a cambio de tanta libertad su tarea debía ser custodiar la casa, que rara vez la cerraban con llave. Para eso estaba Marx: para vigilar si pasaban cosas raras.

Una vez la bataraza andaba con un montón de cría. Mi papá estaba contento porque le quedarían varios pollos para vender. Eran chiquitos todavía y parecían pompones amarillos revoloteando alrededor de Raquel. Pero un día empezó a pasar algo extraño: la fila se había hecho más pequeña; le estaban faltando algunos pollitos. Mi papá los contó, ese día había siete. A la mañana siguiente ya faltaba uno, y a la tarde solo había cinco. Entonces se puso a vigilar el gallinero. La bataraza salió con su cría a comer los granos que le dejó. En un momento también Marx se acercó con actitud vigilante. Se recostó con sus dos patas por delante y permaneció alerta, con la vista en vaya a saber qué blanco fijo. Estaba ahí agazapado cuando Raquel pasó con su fila de pollitos. Y ahí pasó Raquel, pasó el primero de la fila, pasó el segundo y ¡zas! Marx se engulló el tercero de un solo bocado.

Por unos segundos mi papá permaneció inmóvil, pero después fue como si la sangre comenzara a hervirle por sus venas. Rojo de ira corrió hacia el gallinero y agarró al perro del lomo. Lo levantó con una sola mano, con esa fuerza sobrenatural que te da el subidón de adrenalina. Lo llevó al patio apretándolo entre sus brazos, y empezó a gritar todo tipo de maldiciones, a Dios y a María Santísima. Maldijo a España, a Franco y la maldita angustia de posguerra que le hizo agujeros en las amígdalas. A la hostia consagrada y a Pedro, el delator. Al maldito sacrificio de su utopía comunista, a su hermana beata -que siempre prefirió imaginar muerta- y al pelotón de fusilamiento del que se salvó por vaya a saber qué vergüenza que nunca confesaría. Retuvo al perro apretándolo despatarrado contra la mesa de mármol, poniéndole todo su cuerpo encima. Volvió a gritar que nunca nadie de su familia se moriría de hambre por culpa de un maldito traidor, y con la mano derecha le sostuvo la cabeza. Deslizó la otra hasta el cuello y, en un solo movimiento, ¡track! Lo desnucó de un saque.

Mamá terminó de contármelo con una voz de niña casi inaudible. Me dijo que los ojos de su perro habían quedado hacia afuera, desorbitados e inyectados de sangre. Que ella vio todo desde la ventana, incrédula y con un pavor que no sabría describirme. Corrió a recriminarle por semejante brutalidad y rompió en un llanto tan desgarrador, que al fin su padre recobró la conciencia. De inmediato, y rogándole a un Dios en el que se enorgullecía de no haber creído jamás, le empezó a dar al perro unos torpes y desesperados masajes cardíacos que, por supuesto, nunca revivieron al pobre Marx.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS