Con veinticuatro años, a Ezequiel Flores, aquel desencuentro con la vida le pilló en el monte, ayudando a su padre. Al volver a casa, se encontró que todo estaba hecho. Su hija había nacido muerta; eso decía aquel certificado. Sólo le quedaron penas, para consolar en Manuela.

De figura menuda y caminar lento, su espalda se habituó a estar arqueada y molida a fuerza de tanto fabricar y repartir carbón, de tanto subir y bajar sacos de su vieja carreta, peleando para llevar un jornal a casa, como su padre, como se lo vio hacer a su abuelo.

Y cuando Ezequiel Flores resolvió venderlo todo, incluyendo hasta el último de sus recuerdos, nada tenía ya que perder. Hasta ese día, sólo estar al cuidado de Manuela, su mujer, lo retuvo entre aquellos cerros. A los dos días de enterrada, vencida por el cáncer, se plantó delante de su gestor, saldó cuanto tenía que saldar y, en poco más de media hora, quedó listo para la marcha.

Cumplidos de sobra los setenta, con su rostro envuelto aún por una desigual capa de hollín y gorra en la mano, salió de aquel despacho; no sólo el carbón se había llevado su vida por delante.

Ya no dormiría más en aquella su pequeña choza, al cuidado del fuego de sus torres de madera, con miedo a que la lluvia hundiera sus boliches. No regresaría a las colinas de El Polvorín, al otro lado de la ciudad, ni abriría las puertas de su almacén por las mañanas, en el barrio Girón de Málaga, donde vivía.

Aquella misma mañana, jubilado del carbón, colocó lo imprescindible en una maleta y puso rumbo hacia su nuevo empleo; encontrar a su hija, su única hija.

Y es que, toda aquella transformación había comenzado semanas antes de morir Manuela, cuando aquella periodista sevillana llegó a su casa hablando del robo de bebes.

—Se falsearon muchos certificados en el sanatorio donde fue a dar a luz su mujer —le informó la periodista—. Parece que ustedes pudieron ser víctimas de una trama de adopciones ilegales de niños.

Manuela murió con esa pena.

Hace un año ya que Ezequiel Flores, con el pelo blanco y su cara ennegrecida por la noche de la sierra; la viva estampa de un hombre loco por el duelo, tomó el tren con destino hasta Alicante, donde moría la última pista proporcionada por la periodista.

Él mantuvo la relación con aquella reportera. Ésta le dio nuevos datos, lugares de posibles destinos, y lo puso en contacto con una asociación que reunía a centenares de miles de casos como el suyo. Con ellos se hizo fuerte.

Durante el último año, el viejo carbonero del barrio Girón, siguió todos y cada uno de los rastros que salieron a su encuentro. Viajó de Alicante a Zaragoza, y acabó recalando en Valencia; ahí presintió amargamente que no le quedaba tiempo.

Indagó de orfanato en orfanato y de juzgado en juzgado, hasta que desgastó las suelas de sus zapatos.

Administraba cada euro que empleaba. Apenas dormía. Comía lo justo, parecía consumido y, con ello, llegó el amargo momento en el que su edad, su soledad y su recién abandonado oficio de carbonero, comenzaron a cobrarse factura; el último domingo de ese octubre loco, Ezequiel Flores acabó ingresado en un hospital de Valencia.

El dolor criminal de un infarto consumía su pecho.

En aquel hospital, mártir de su anhelo y la medicación, Ezequiel Flores se consumía sin remedio; sabía que la vida no le daba para cumplir su promesa a Manuela, que su oficio reciente era sin duda más duro de lo que imaginó. Eso lo hizo llorar de impotencia y notaba cómo se derrumbaban las paredes de su alma, lejos de casa.

Sólo un sueño le devolvería su tesoro; su hija robada.

Soñaba despierto, rodeado de camas blancas y cortinas blancas que cubrían ventanas profundas, no quería dejarse vencer. Soñaba que alguien le advertía que una niña fue adoptada por una familia pudiente de Zaragoza, y que ésta, descubierta su mudez, acabó abandonada en un orfanato de Valencia.

Miraba una a una aquellas camas blancas, vacías.

Quería seguir soñando, necesitaba seguir soñando, pero una enfermera tomó su temperatura, su tensión y manejó la palomilla del gotero, aumentando la dosis de calmante.

Cuando aquella enfermera desapareció de su vista, el anciano se removió en la cama intentando encontrar una posición cómoda con la que acercar su sueño acercándose hasta ese orfanato de Valencia; la niña, existió sólo que, finalmente, marchó a Barcelona.

Hasta allí galopó su sueño, al tiempo que la luz que se colaba por las profundas ventanas se atenuaba; era más de mediodía.

La ausencia de movimiento en la galería de camas blancas vacías, le hizo recuperar aquel medio insólito que le dejaba la vida de llevar a cabo su nuevo oficio; soñarlo.

Voló hasta El Raval, hacia una de sus antiguas y elegantes salas de baile. Ahí, la encargada del guardarropa era muda y rondaría los cincuenta.

—Ojos y nariz de Manuela —se dijo—. Inconfundibles.

Ezequiel Flores apenas se percató, pero acabó dormido.

Durante su fantasía, su ritmo cardíaco se aceleró, la cama comenzó a sacudirse y los monitores dieron la señal alarma: llegó la enfermera a toda prisa advertida por el aviso y, a continuación, el equipo de urgencia.

Inconsciente ya, Ezequiel Flores soñó que aquella mujer, con ojos y nariz de Manuela, se llamaba Sara, y que Sara tenía una hija de veintidós años, Virginia, ciega; su nieta.

—Su olor me resulta familiar —deliró Ezequiel Flores que le decía la joven invidente de piel tostada.

Mientras su corazón intentaba revelarse, alrededor de su cama, el equipo del hospital se miró desconsolado.

El anciano carbonero, en el último instante, pareció sonreír, mientras una lágrima rodaba por su mejilla. Al tiempo, una de las enfermeras entornaba sus ojos y tapaba su rostro con la sábana.

En algún lugar del mundo, Sara y Virginia esperaban ser encontradas. Pero a Ezequiel Flores le faltaron las fuerzas.

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