Raúl.
Desde muy pequeño demostró un increíble talento para memorizar cosas. Con apenas nueve años ya se sabía las capitales de casi todos los países del mundo. Tenía una memoria de elefante, que se suele decir. Esta memoria prodigiosa le permitió sacar muy buenas notas en el colegio e instituto. Jamás cursó Filosofía. Además, gracias a su memoria se podía permitir el lujo de estudiarse cientos de páginas de apuntes con poca antelación de cara al examen, lo que le permitía dedicarle más tiempo a las asignaturas de números. Sus buenas notas le llevaron a estudiar la carrera de Derecho y Ciencias Políticas en una buena universidad y siempre con becas.
Al acabar la carrera, Raúl encontró un puesto en el Ayuntamiento, poco a poco, su vocación fue tirando por la política y pronto estuvo codeándose con los pesos pesados de su partido. Siempre había llevado una vida sencilla, trataba de no complicarse demasiado, tenía mujer e hijos, a los cuales adoraba. Los domingos iba a misa, ¿era creyente? Sí, sus padres lo eran y él también. Tampoco se había parado nunca a pensar acerca del tema. En la mesa veían la televisión, no le gustaban los debates.
Una vida pasando de ministerio en ministerio, de la presidencia a la oposición, siempre amparándose en la ley. La ley está ahí por algo, hay que cumplirla, si ni siquiera respetamos eso, esto sería la jungla.
Vida sencilla, vida cómoda, pocas preguntas, mucho trabajo.
Al morir, lo último que sintió fue miedo y pensó «Dios acógeme». Después, la nada, el vacío. Y ahí estaba él, flotando en la nada, en la auténtica oscuridad, encerrado en sus pensamientos. Y se acordó de su mujer, y de sus hijos, y de su trabajo, y de cuando estudiaba, y de su equipo de fútbol, y de la Iglesia. Y después… nada. Absolutamente nada. Vacío infinito.
Irene.
Desde muy pequeña demostró muchas dificultades para concentrase y memorizar. Sin embargo, tenía una pasión, la lectura. En el colegio e instituto era incapaz de estar más de una hora seguida estudiando, sin embargo, devoraba libros de 300 páginas en menos de dos días. Suspendía matemáticas, historia e incluso literatura por la maldita sintaxis. Solo aprobaba Filosofía, era su asignatura favorita, era la única asignatura en la que podía ir al examen sin estudiar, ya que se leía libros de los autores que daban en clase y se pasaba las clases debatiendo sobre aquello y lo otro con el profesor. En el colegio tenía fama de ‘tonta’ aunque su cabeza estaba llena de constantes dudas y preguntas.
Aprobó selectividad a duras penas y le dio la nota para meterse en la carrera de Magisterio, la cual se sacó sin demasiadas buenas notas. Encontró un trabajo en un colegio cercano a su casa que apenas le daba para llegar a fin de mes. Se casó y tuvo hijos, todos los domingos iban a museos y a charlas. En la mesa, aunque solían ver la televisión, había apasionantes debates sobre temas de lo más dispares.
Una vida haciendo malabares para cuadrar los presupuestos familiares y asegurar un futuro a sus hijos. Siempre les trató de enseñar a ser inconformistas y buscar a hacer lo que más les guste.
Vida difícil, vida compleja, muchas preguntas, mucho trabajo.
Al morir, lo último que sintió fue tranquilidad y pensó «No me arrepiento de nada». Después, la nada, el vacío. Y ahí estaba ella, flotando en la nada, en la auténtica oscuridad, encerrada en sus pensamientos. Y se acordó de su marido, y de sus hijos, y de su trabajo, y de cuando estudiaba, y de su equipo de fútbol, y de sus libros. Y después… pensó en lo que era morir, en la respuesta a la vida, esa intrincada respuesta a esa terrorífica pregunta que la humanidad se ha hecho durante siglos. Y después pensó en lo que es justo e injusto, en el libre albedrío, en si habría un juicio final a su alma, en si ese era el fin o solo el comienzo, en el amor que sentía por su familia, ¿era un amor inmortal? Pensó en la razón, en Dios, la verdad, la utopía, la vida, el pensamiento, la ética y después… Todo. Un mundo emergió de la oscuridad, una luz blanca, que la iluminó en cuerpo y mente. Comprendió todo. Absolutamente todo. Paz infinita.
Limitar, cercar, acotar, lindar, amurallar, restringir, ajustar, ceñir, condicionar, recortar, prohibir. Palabras incompatibles con educación.
El mejor favor que le podemos hacer a la ignorancia es enjaular la curiosidad. Poner límites a lo que es ‘material docente’ es un absoluto error, lo único que conseguimos es simplificar el conocimiento, cosechar mentes infradesarrolladas, y en definitiva, hipotecar el futuro generacional.
Cuantas veces hemos oído o leído aquello de enseñar a pensar. Pero pocas veces nos hemos parado a analizar la importancia real de este concepto.
Hay que destacar y exaltar la necesidad de estudiar los intangibles. La justicia, la verdad, el poder, el amor, la razón, el conocimiento en sí.
No metamos a los niños en jaulas de papel con techos de cristal.
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