Me llamo Marta Rodríguez, soy española y vivo en Londres. Llevo viviendo aquí diez años, tres meses y cuatro días. Y, por el momento, no creo que regrese a España. Esa, la incertidumbre de un regreso soñado, o más bien, idealizado, es una condición sine qua non del migrante. Es esa cualidad que te devuelve un brillo en la mirada cuando contemplas unas montañas en el país que te acoge y ves las montañas de tu infancia. O cuando paseas por una ciudad y reconoces los edificios y calles por la que creciste.

Yo soy migrante no por desesperación, ni por necesidad, ni siquiera por mejorar una clase media baja. Lo soy por amor. Sí, me enamoré de un chico que vivía en Londres, aunque no fue aquí donde lo conocí.

Conocí a Diego en México, haciendo mi proyecto de fin de carrera. En una excursión de varios días por Veracruz con otros estudiantes. Estábamos en una aldea perdida en la selva y allí apareció. Lo vi bajar de una furgoneta con un grupo de chicos mexicanos y franceses, todos hippies, con instrumentos musicales y muy buena onda. Era como un milagro. Yo me acerqué y les invité a pasarse por la casa donde nos alojábamos. Esa noche, cuando Diego tocó esa guitarra con forma de mujer ya no tuve nada que hacer.

Cuando regresé a España procesé a Diego como un sueño lejano y placentero. Y mi vida siguió sin pensar más en él.

Pasaron muchos años hasta que un día resucitó. No estoy segura, pero creo que cuando le conocí ni siquiera existía Facebook, y allí estaba, queriendo ser mi amigo. Así me enteré de que seguía viendo en Londres, que tocaba en la Royal Philharmonic Orchestra. Que era toda una estrella. Nos intercambiamos frases sencillas y likes asépticos, pero nos seguíamos la pista.

Entonces hice un viaje a Londres. Era una idea que me había rondado en la cabeza desde su regreso, aparecer en un concierto de Diego. Saber si me reconocía. Ver qué cara ponía. Y aprovechando el viaje, eso hice.

Como era previsible no le pude ver. Pero si le deje un mensaje y al día siguiente la recepcionista de mi hotel me dijo tenía una invitación a comer.

En una mesa del fondo del restaurante estaba Diego. Me di cuenta de que ya no teníamos nada en común, ni la juventud que todo lo puede. Pero si la nostalgia de aquellos que fuimos perdidos en tierras y tiempos remotos. Así que empezamos donde lo dejamos casi doce años atrás.

Encontré un buen trabajo y al año abrí mi propia franquicia de clases de español. Pude permitirme alquilar algo en la ciudad y escapar de los barrios periféricos. Hice todo lo que estaba en mi mano por ser alguien en esta ciudad, ya que desde el principio tuve claro que mi relación con Diego nunca llegaría a puerto, sino que más pronto que tarde encallaría en cualquier roca escondida. En silencio, sin sorpresas ni dramas. Como hace casi doce años atrás.

De vez en cuando voy a alguno de sus conciertos, pero eso nunca se lo haré saber.

Hago dos viajes al año a España, en navidades y en verano. Siempre llegó con muchas ganas pero a los pocos días me desinflo. Siempre las mismas preguntas de mis padres, que si pienso volver, que con lo mal que se come allí, que si estoy sola. Ellos también están solos, ya mayores y sé que me necesitan. Entonces empiezo a buscar un piso o una casita cerca de ellos. Algo que me devuelva la pertenencia y la ocasión de volver. Tras pasar mi estancia en familia buscando un lugar propio, nunca me decido.

Es entonces cuando me doy cuenta de que me he convertido en musgo. En algo verde, esponjoso.

En una planta sin raíces.

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