Amaia miró el reloj, eran las 19:30, hora de salir al balcón, había pasado los últimos diez minutos calentando la voz. Su hermana le había puesto un antiguo lazo de rayas azules en el pelo, que combinaba con el vestido que le habían hecho con la tela de un viejo vestido de su madre. Salió de su habitación en equilibrio, la mirada al frente, hombros rectos y vio a su padre sonriente en la puerta del balcón guitarra en mano. Pasó frente al espejo de pared del salón y se miró de reojo, el zapato negro con un tacón cuatro centímetros más alto que el otro fue lo único que vio, sus hombros se recogieron hacia las costillas y se tropezó con el sofá. Cojeó levemente hasta llegar junto a su padre y apartó la cortina, no había nadie en los balcones vecinos, faltaba media hora para la cita. Como siempre, sería la primera en llegar al homenaje que le rendían al personal sanitario.

Salió al balcón, se sentó en la mejor silla que había en casa, destinada para ella y su momento. Su padre se sentó en el extremo opuesto y comenzó a afinar la guitarra, su madre y hermana reacomodaron las macetas alrededor de sus pies y se quedaron en la puerta preparadas para ovacionarla. María su vecina y mejor amiga hasta tercer grado no llegaba todavía, este año María tenía otras mejores amigas y llegaría puntual, si llegaba. A las 20:00 comenzaron los aplausos y a las 20:10 la guitarra y la voz de Amaia interpretaron el “Resistiré”. Luego entonaron las canciones que, como siempre, pedían los balcones y terminaban en aplausos. Ensordecedores a tiempos. Para entonces, María ya no estaba. Y así llevaba sesenta días. Aquel era el último.

La cuarentena había terminado, el lunes tendría que volver a clases, a María con sus balerinas nuevas y sus nuevas mejores amigas, los tropezones imprevistos y las risillas. Aquellas risillas. Se levantó, se subió a la silla, saludó a los balcones, miró hacia el jardín cinco pisos más abajo e hizo una reverencia. Y reinó el silencio.

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