LA NIÑA QUE MIRABA EL MAR

LA NIÑA QUE MIRABA EL MAR

“Que el hambre aprieta y la niña se tiene que ir. Que la madrastra se queja y la niña se tiene que ir. Que lo que paga el dueño del olivar es poco, no alcanza para el pan y la niña se tiene que ir. Que los niños, que las alforjas llenas del pan que no se toca, que el burro, que el frío, que el sol…

Que no tiene trabajo, ni busca. Que tiene mujer, otra mujer. Que aquella le dejó sólo los niños…

Que en América dicen que hay trabajo. Que todos se están yendo. Que allá están las tías vecinas…”

Mil veces me contó la abuela su historia. Como los eslabones de la cadena del aljibe, iban apareciendo, empapados de recuerdos, fragmentos de su vida, porciones envueltas en suave pena.

Alguna vez encontraba entre los caminitos del jardín pedacitos abrumados de la partida que le traían de nuevo el cansancio, el miedo y contaba:

“Y llegó un desconocido que dijo ser amigo de mi padre. Y me tuve que ir con él. Nos fuimos en burro. Entre peñascos y zarzales. Cruzamos el río que era tan ancho como la mar. Y anduvimos… Y anduvimos…

Ahí estaba yo: zapatitos agujereados; vestido viejo, raído, el mejor dijo la madrastra; bultito de mis cosas colgado de mi mano, bracito flaco, palito al hombro.

La gente iba y venía, nadie veía este hato de huesos…

Zapatos rotos, pies casi descalzos…

El muelle, la gente, los burros, baúles y cargas. Murmullos y gritos.

Atrás, mi casa, mi madre, mi hermano, Daniel que murió por la piedra que golpeó su cabeza, las vecinas, el burro, el cura, el olivar, la alforja llena de pan, el río tan ancho como la mar…

Delante… el barco, el ruido de las olas…”

Me habló de su miedo más grande, de ese mar incomprensible, inmenso, que era tan ancho como el Duero. Del miedo, la soledad, los mareos.

«Yo nunca más me subo a un barco… Los días más oscuros…Yo nunca más vuelvo…”-decía.

El viaje terminó y aquí estaban al fin las tías vecinas, las hermanas del alma, de la vida. Tuvo un rincón, su rincón. Un trabajo, un pan. Hatito de huesos tendió sábanas chorreantes de agua que pesaban más que ella. Arrulló de noche niños que no la dejaban dormir. Meció la cuna con su pie flaco, jurando que no lo haría más.

El tiempo pasó. Le creció el cuerpo. Le crecieron raíces y ramas. Vio pasar el amor, sus ojos verdes la atraparon. Y, aunque se casó de negro, fue feliz.

Ya sin los olivares, ni las sábanas chorreando…

Tuvo la cosecha, los animales, el campo, el pueblo, la casa…

Las raíces y las ramas que siguen creciendo.

Que tiene vecinos y amigos y no se quiere ir. Que recién barrió su patio y no se quiere ir. Que los pájaros vuelan entre sus flores y no se quiere ir. Que el agua fresca de su aljibe. Que los mates que pasan de mano en mano. Que el tejido recién empezado en la falda…

Que dice que tiene más de lo que vino a buscar…

Que me tiene a mí…

Solo una cosa no sucedió:

Volviste, volvimos.

Volviste en mí.

Y juro que al mirar aquel muelle desierto te vi:

Eras una niña que miraba el mar desde unos zapatos rojos…

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