Tu foto en la pancarta

Tu foto en la pancarta

Elisa Rivero

23/04/2020

En el recuerdo más antiguo que atesoro de ti, estabas sentada en tu pupitre con una ceja rozando tu flequillo cortado a hacha de caserío. Era mi primer día en el instituto. Mientras el resto murmuraban maqueta, que viene de pueblo y ni siquiera vasco, tú me observabas curiosa y silbabas shhhh.

Pero por entonces aún no te tenían miedo.

Aunque os llevaba casi un curso de adelanto —porque, como decía mi padre, los de pueblo somos más espabilados—, me pasaba las horas estudiando. Quería ir a la universidad, aspirar a lo que mis padres no habían optado por vivir en una aldea. Tú me acompañabas en esos sueños: derecho, decías. Estudiaríamos derecho en Deusto.

Recuerdo los eternos días grises emborronados por el sirimiri y que ya son un fenómeno extraño en Bilbao. Yo me preguntaba si era el humo de las fábricas el que teñía el cielo y tú te reías, porque no conocías los días brillantes de la meseta. Me enseñaste a decir kaixo y agur pero no a que no debía decirlo. Cuando se me escapó en casa, mi padre me propinó un sopapo arguyendo que aquí también se habla español y que siempre tenga presente de dónde venimos. Y tú, con tus ojos color café de Rh negativo, me pedías que no mencionara mi origen y seleccionabas cuatro de tus doce apellidos vascos para endosármelos.

Y yo los recitaba.

Me acuerdo de la primera vez que quedamos con Antonio y Juan. O Andoni y Jon. Tú me susurrabas que eran muy guapos y yo asentía y bebía de tu sonrisa. Te enfadabas cuando rechazaba las caricias de Juan porque ellos eran nuestro boleto para convertirnos en gudariak. Guerreras.

Y yo le dejaba hacer.

Recuerdo nuestras tardes en el Karmelo: tú tan orgullosa, enfundada en tu chaqueta kaiku a cuadros, colgada del cuello de Andoni. Hablabas de una guerra, del coste de la libertad. Yo me iba a casa escudándome en las broncas de mi padre, sintiendo tu decepción empapando mi espalda sin cuadros. Por entonces, los de clase ya sí te temían.

A veces, yo también.

Cuando Andoni te dejó, lloré contigo para ocultar mi dicha. Ese verano nos fuimos a Bayona. Yo quería llevarte a mi Burgos natal y enseñarte sus cielos límpidos, pero tú no consentiste en cruzar las fronteras de tu patria. Guardo con dolor los recuerdos de esos días en la playa, en las discotecas, de mis caricias robadas bajo el sopor del ron. Porque fue entonces cuando conociste a Mikel y dejaste de cogerme del brazo y de reír conmigo. Fue cuando te habló del comando.

Cuando yo me alejé.

Mi padre encontró trabajo en Miranda y nos sacó de ese nido de serpientes. No estudiaría derecho en Deusto. Cada vez me era más difícil rastrear tus números de teléfono: del piso de tu tía en Santuxu te mudaste con Mikel; después, a Rentería. Te perdí la pista en San Sebastián. Tu familia, en el caserío, me devolvía mis cartas sin más explicaciones. Entonces, Sara consiguió que enterrara tu recuerdo.

No sé por qué no leí la noticia. Por qué no te busqué entre los nombres que llenaban las cárceles, entre los que se exiliaban a Francia y a Sudamérica. Entre los mártires. Supongo que siempre te vi como aquella chica risueña que me defendía en clase. No como a una asesina.

Apenas he vuelto a Bilbao desde que nos mudamos: dos veces por trabajo y ésta, con Sara. Dice que es imposible que no añore la tierra en la que pasé mi adolescencia. Mientras paseamos por Santuxu, pienso que tiene algo de razón.

Aunque es verano, casi puedo oler el puesto de castañas con el que nos calentábamos las manos después del insti. Allí estaba el ascensor que nos subía al barrio, le señalo. Ya no funciona. Mientras la mayor parte de los garitos han cambiado de nombre, Las Ruedas se mantiene abierto y te recuerdo fumando en la puerta.

Hay jaleo por el Casco Viejo y se oye un altavoz. Habla en euskera. Sara tira de mí y bajamos por Iturribide hasta plaza Unamuno. Suelto su mano y la llevo a mi garganta. Me falta el aire. No es la multitud agolpada en la plaza la que me lo roba. Es tu foto en la pancarta. A tu lado, una fecha: 1987. D.E.P.

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