Aquella mañana de agosto del 56 subió al tren con más cosas en la cabeza que en el equipaje. En la maleta apenas llevaba el traje de los domingos y un par de mudas, en la mente se agolpaban todos los recuerdos de sus dieciocho años recién cumplidos, una sensanción permanente de hambre y ese miedo íntimo que nunca le abandonaba.
A medida que el tren le alejaba del pueblo se iba reavivando en su memoria la imagen de cada una de las personas que amaba. No lloró porque los hombres no lloran, pero las lágrimas no derramadas se refugiaron en el mismo centro de su pecho, produciéndole una sensación de ahogo que intentó paliar asomándose a la ventanilla. El sentimiento de desamparo que le venía rondando desde que había entrado en el vagón, se adueñó definitivamente de él con el recuerdo de la despedida de su madre en la estación: ella, en el andén, se secaba las lágrimas; él, en la escalerilla del tren, luchaba por dibujar una sonrisa mentirosa que no pasó de mueca inconclusa y absurda. A todo ello se sumaba la incertidumbre. Lo que le esperaba en su nuevo destino era una incógnita. Tendría que descifrarla. ¿Lo conseguiría o le fallarían las fuerzas?
La glorieta de Atocha le recibió acalorada y dormida en aquella hora en la que los madrileños sesteaban. Se paró unos momentos a contemplarla, quería grabar en su memoria la primera imagen que le ofrecía la capital. Después tomó el camino de su destino final, Vallecas, donde vivían unos primos segundos, junto a un nutrido grupo de antiguos vecinos del pueblo, que le había precedido en el camino.
Hizo el trayecto andando. Caminar algo más de una hora no era un gran esfuerzo para él, acostumbrado como estaba a los quince o veinte kilómetros que separaban su pueblo de otros de la misma comarca, a los que se había desplazado en numerosas ocasiones para trabajar en la vendimia. Quince o veinte de ida y otros tantos de vuelta tras la dura jornada de sol a sol, un día tras otro durante todo el periodo de recogida de la uva.
Se le cayó el alma a los pies al contemplar el asentamiento de casas desordenadas y calles polvorientas. Sin embargo recuperó el ánimo, al menos en parte, cuando pudo abrazar a su primo y éste le acompañó en un recorrido por la zona, durante el que pudo saludar a antiuos conocidos, que le acogieron con simpatía y cariño.
El momento fijado para la realización de la construcción clandestina llegó dos días después. Era importante finalizarla en una noche, era el requisito tácito, que no legal, para que las autoridades no le ordenaran derrumbarla, así que tuvieron que emplearse a fondo, pero lo consiguieron. Al alba, aquellas cuatro paredes endebles con su tejado poco fiable, le hicieron sentirse orulloso. Agradeció a todos su colaboración y luego, tomando cierta distancia para observarla mejor, contempló durante un buen rato la casa, haciéndose mentalmente la promesa de trabajar duro para convertirla en un hogar en el que acoger a su padres. Después de todo, se preguntó, ¿será posible una vida mejor?
Despertó con cierto sobresalto y un considerable dolor de cuello debido a la posición forzada a la que le sometía el sillón individual. El reloj de la pared marcaba las cuatro y veinte. Miró hacia el sofá, en el que se encontraba su mujer, su compañera de vida desde hacía más de cincuenta años. Se había quedado dormida abrazada al nieto, ese preciado regalo que desde hacía tres años les desordenaba la vida y les llenaba de alegría. Recordando la pregunta que en su sueño había quedado en el aire, se contestó a sí mismo que sí, que para él sí había sido posible una vida mejor. Otros no habían tenido tanta suerte, se habían quedado en el camino.
Al ritmo de un suspiro melancólido, se levantó y se dirigió a la cocina. Se preparó un café y se dispuso a tomárselo tranquilamente mientras contemplaba por la ventana las idas y venidas de la gente. Pensaba en aquellos años ya tan lejanos, pero los recuerdos le sabían a tristeza y en un intento de alejarlos de sí, encendió la radio. La voz de Juanito Valderrama entonaba unos versos bien conocidos por él:
«Cuando salí de mi tierra/ volví la cara llorando/ porque lo que más quería/ atrás me lo iba dejando…»
No quiso seguir escuchando. Apagó el transistor. Hay que ver, refunfuñó, que afición le tiene María a Radio Olé.
Volvió a acodarse en la ventana cuando oyó el silbido del tren. Ese sonido siempre le traía a la memoria la imagen entrañable de su abuelo. Sonrió mientras saboreaba recuerdos, ahora gratos, tan lejanos en el tiempo, que podían confundirse con sueños.
Una risa infantil a su espalda le impulsó a volverse. El nieto le contemplaba con una mirada pícara que iluminaba su carita inocente. Las penas se desvanecieron en un segundo. Dejó la taza sobre la mesa y abrazó fuertemente al niño. Ya había tenido suficiente pasado por un día, era el momento de centrarse en el presente.
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