Mírame. Ella consiguió las naranjas extrañas y el azúcar. Entró brincando, o eso creo. Yo llegaba también a casa, sereno, con la cesta llena de pomelos, mandarinas y zanahorias. Nos encontramos en la puerta, qué coincidencia. Quizá no fuera exactamente así, pero te digo que el aroma rojizo que flota por aquí dentro me está confundiendo.
Eso sí, las normas eran claras, verás, nos hicimos esta promesa: jamás revelar a nadie el secreto de aquella receta, era solo para nosotros. Una creación suya y también mía, pero ella iba la primera; la recuerdo delante de mí, subiendo las escaleras y disponiéndolo todo. Rallando la piel de las naranjas, y exprimiéndoles la pulpa. Yo, mientras tanto, llenando jarras con zumo de pomelo y mandarina. Y pelando, sereno, las zanahorias. Obedecía sus órdenes, tal vez no todas. Quizá vertimos a cuatro manos el paquete del azúcar dentro del cazo. Cierto. Eso me parece que fue lo que pasó.
Escucha. Sí que pensé que aquel pacto se quedaría atrapado en nuestros cuerpos para siempre, como la esencia de la ralladura de esas naranjas rojas, que no había quien la disipara, y mira que ella se lavó las manos, pero se le quedó incrustada en las uñas y en el pelo. Y a mí se me contagió el aroma, y nos mezclamos con el zumo de los demás cítricos y con las zanahorias ya cociendo, flotábamos todos juntos por el aire de la casa. Ella y yo, dos ingredientes más. Livianos, carnales. Al respirarnos, absorbíamos a bocanadas ese efluvio de mermelada adictiva, que bullía a fuego lento. Déjame, tonto, que no querrás que ahora se nos queme, sonreía ella. Me parece que sí. Que sonreía.
Atiende. El sortilegio lo creaban las proporciones, pintando el cuadro perfecto. Mis pinceladas de canela fueron las justas. Su trazo de rama de vainilla, definido. Nuestra piel de limón, a esbozos trigonométricos. Ni más matices de rojo, ni menos. La luz de la tarde barnizaba la superficie de nuestra mermelada aún caliente y viscosa. Íbamos decidiendo juntos el tiempo de cocción a mano alzada.
Jamás te revelaré mis proporciones. Pero sí hablaremos de las naranjas extrañas que dan zumo de sangre, creía que ya no se encontraban. Me he pasado años buscándolas mientras la buscaba a ella. Huelen muy distintas, más intensas, tú ya lo sabes. He hecho como los gatos: entreabrir la boca y aspirar el aire hacia el cielo del paladar, busca, busca.
Que me mires. Su olor potente me ha traído hasta ti. No recuerdo el camino recorrido, o si he tropezado, o si me he parado a hablar con alguien. Seguía tu rastro con el pecho hinchado, las fosas nasales dilatadas, el ánimo ansioso y disponible. Me daban ganas de bailar mientras avanzaba, cambiando de rumbo en el último momento, porque el olor de repente provenía de otra dirección: tu dirección. Y ahora perdona que sonría, pero debes saber que quizá compartas con ella las naranjas, pero jamás comprenderás nuestras proporciones.
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