Erase una vez un día en el que el mundo se convirtió en una obra de arte.

Todos los humanos que habitábamos en él tuvimos que reajustar nuestra mirada para poder entenderlo.

Hasta entonces el mundo era más bien pensado que vivido.

Cuando nos proponíamos esclarecer algún asunto, prestábamos atención a nuestra propia explicación de las cosas y sacábamos conclusiones.

Más que entablar una relación directa con la cosa de modo que al penetrar en ella sin intermediarla con nuestro discurso, la pudiéramos comprender, nos complacía llegar a alguna definición que nos hiciera creer que podíamos alcanzar a controlarla.

De hecho no sabíamos que hubiera otro modo de acercarnos a la verdad de las cosas. Y a esto llamábamos conocimiento. Transformar la cosa en algo que se pudiera manejar.

En verdad el mundo en su forma no había cambiado tanto: No era ni más bonito ni más feo. Solo que ahora requería de una mirada capaz de reconocerlo tal cual, como tal. Un fin en sí mismo, como diría Kant.

Afortunadamente la humanidad había estado en contacto desde el principio de sus tiempos en el planeta tierra con el arte. Y sabíamos algo acerca de la mirada que solo contempla. Acerca de la escucha que es una con lo escuchado…

Atendemos a la obra de arte sin buscar una utilidad que lo justifique. Al no pretender nada de ella, no la abordamos desde nuestro discurso interno. Lo contemplado es primero, silenciosamente aceptado. Y en este dejar ser a la obra, sin separarla de nosotros ocurre cierto encuentro. Un encuentro vivo que alcanza mayor profundidad y conexión con lo que nos viene dado y con uno mismo que nuestra relación ordinaria con las otras cosas del mundo.

Mas no todos se habían dado cuenta de lo ocurrido y seguían “practicando” el mundo como antes. Andaban retransmitiendo todo lo que acontecía según su propio parecer y no se detenían ni un poquito a mirar.

Había otra gente que sí había entendido lo que estaba pasando.

Algunos solo sospechábamos algo pero estábamos dispuestos a ver.

Cada vez más a menudo prestábamos atención, dejábamos en suspenso el diálogo mental que retransmitía lo que acontecía según nuestro propio parecer y nos deteníamos un poquito a mirar.

Y ocurría que entonces el mundo se aparecía como es, no como habíamos establecido que fuera. Y lo presenciado no se separaba de quien lo presenciaba. No estaba el mundo por un lado y por otro lado quien decidía cómo este tenía que ser.

Por momentos entendíamos que como seres separados en esencia, existimos solo en tanto que nos pensamos así. Lo comprobamos en muchos contextos y en todos ellos resultó que cuando no nos enredábamos en nuestro diálogo interno no había nada que sustentara tal separación.

Como cuando miramos un cuadro y no distinguimos en esencia las formas de los colores, los volúmenes de las sombras, sino que atendemos todos los aspectos en el todo del cuadro porque cada uno de ellos solo se entiende en el todo del que forma parte.

Del mismo modo pudimos ver que en el mundo hay cosas, cuerpos diferentes, formas limitadas sobre diferentes fondos, movimiento…distancias en el espacio y en el tiempo…pero al no debatirlas sino solo presenciarlas como se nos aparecen, sin más discurso, la consciencia las vive y se vive en ellas como un todo, un todo que…

Miren, solo miren…

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