El niño, cinchado en su sillita, saluda con su mano diminuta. Su reflejo en el cristal le devuelve el saludo con exacta simetría, una vez, todas las veces. El niño persiste en el gesto, divertido, ajeno al prodigio del que es protagonista absoluto, vórtice del milagro cotidiano de la autoconsciencia, ese misterio por el que unos pocos kilos de tendones, fluidos y sangre se saben a sí mismos vivos, latientes, omnipotentes. El padre termina de teclear en su teléfono móvil y prosigue su camino empujando la silla del niño, que se despide de sí mismo, inocente. Profundamente arcano, sin embargo.

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