El silencio luminoso de la cocina lo rompe el borboteo con que la masa explosiona plácidamente en diminutos cráteres cremosos. En la sartén, un mar de lava blanca parece bailar empujado por la cuchara de madera que lo surca en una espiral sin fin. Subida a una banqueta, la niña asiste hipnotizada al espectáculo. La mujer, con sonrisa cómplice, hace a la niña la pregunta tantas veces repetida: «¿Quieres probar?». Y sopla y resopla la muestra extraída y la acerca a sus labios hasta comprobar que ya no expide calor. La niña aprueba con un gorgorito pero aún la perfeccionista añade unas vueltas más hasta llegar al punto de cocción deseado.

La masa duerme. Tiene que reposar, enfriarse, espesar. La niña, impaciente, anima a la mujer: «¿Ya podemos?», pero tiene que guardar sus ganas hasta que al lado del plato donde descansa la masa, la mujer dispone otros dos platos para el rebozado, el primero, llano, hondo el segundo. La niña trepa a la banqueta de nuevo y se coloca de rodillas sobre ella. Ahora tiene que estar bien asentada, es la orgullosa empuñadora de un cuchillo sin filo con el que dividir la masa en trozos a medida que la mujer los vaya requiriendo. «No cortes más de la cuenta que se seca». La mujer va corrigiendo disimuladamente las torpezas de la hija antes de pasear la porción por el pan rallado, lo imprescindible para poder darle su forma favorita de cilindro adelgazado en los extremos. Con pericia de malabarista y la ayuda de un tenedor, sumerge y voltea después cada pieza en el huevo batido y la sostiene un momento en alto sobre el plato para que gotee el sobrante. El retorno al plato del pan rallado y el suave amasamiento entre las manos expertas le da la forma definitiva a cada una de las piezas, que van siendo depositadas sobre una tabla de madera con la mínima distancia entre ellas para que no se peguen.

El aceite bulle en la sartén honda. La niña arrastra la banqueta hacia una posición que le permita asistir a la transformación. La cautiva el crujido del primer contacto con el aceite, el cambio de color, el burbujeo alrededor de la fritura. La mujer, al tiempo que, espumadera en ristre, voltea cada pieza, mueve el codo hacia la niña, como desplegando una ala protectora. «Bájate, cariño, no te vaya a saltar y te quemes».

A la mesa, la familia aguarda el tiempo justo para no abrasarse. Los dientes traspasan la fina capa crujiente del rebozado y estalla en la boca la masa caliente, untuosa, que realza el sabor de los tropezones, siempre sobras del día anterior encumbradas por la mano sabia a la categoría de delicia. «Están buenísimas, mamá», certifica una de las hijas. Los demás corroboran con la boca llena. La mujer, con una ligera sonrisa y unos ojos brillantes de felicidad, contesta: «Pero si no llevan nada».

Y sí llevaban, mamá. En cada una de tus croquetas estabas tú.

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