En casa. Obligados a parar, a convivir, a enfrentarnos a nuestros problemas de siempre, a nuestras incoherencias, a nuestros miedos. Sin excusas para huir, para justificar con la actividad frenética la falta de acción en lo importante.
Y al silenciar el ruido, ha dado un vuelco nuestro sentido de normalidad.
Vemos como la vida sigue sin nosotros, como las aves migratorias acuden a su cita con la primavera, o las plantas estallan en nuevos brotes, aunque nosotros estemos parados, aunque la preocupación por los enfermos graves, por los que se arriesgan cada día en primera línea de batalla nuble nuestro ánimo, aunque el luto por los que no se pudieron salvar tiña nuestra visión.
No estamos acostumbrados a esto. Para nosotros es normal que otras especies se extingan, simplemente desaparezcan bajo la maquinaria de nuestra civilización. Es normal que el planeta entero agonice por cada uno de sus poros, mientras nuestra economía florezca. Es incluso normal que cientos de personas mueran cada día en África por falta de agua potable o por enfermedades curables, siempre que eso no llegue al primer mundo.
Pero ahora se suceden las tragedias para la humanidad. La enfermedad no distingue país, raza, religión o nivel social. La pandemia nos iguala. Todos estamos expuestos y, si nos toca, solo esperamos no caer en el lado malo de la estadística.
Y ha sido un minúsculo organismo que ni siquiera está vivo, un pedazo de ARN microscópico, el que ha puesto contra las cuerdas nuestra economía, nuestra civilización, nuestra salud, y nos ha mandado directos y sin opción al rincón de pensar. Un gran varapalo para nuestra soberbia.
Y más que nunca nos muestra que somos uno, que nos afecta un aleteo de mariposa en el lejano Wuhan, que lo que hagamos repercute en los demás. Parece una invitación clara a aportar lo mejor que cada uno lleva dentro para crear otra realidad, para dejar una semilla o un árbol frondoso en nuestro paso por esta tierra.
¿Será éste el anunciado despertar de la conciencia que nos traerá la Era de Acuario?
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