Solo lo imprescindible por favor

Solo lo imprescindible por favor

Bea

19/04/2020

He heredado las orejotas de mi abuelo Pedro, no hay duda. Lo pienso cada vez que veo esta fotografía en la que aparece junto a sus compañeros de fábrica, en un pueblo de Alemania imposible de nombrar —porque el alemán no es un idioma, es una infección bucal que lo llena todo de letras y vocales que se juntan hasta asfixiarte— Él, como siempre, con su celtas cortos sin filtro en el labio; creo que fue lo único que metió dentro de la maleta cuando decidió marcharse a buscar una vida mejor en ese país aparentemente acogedor.

Aparto la mirada de la foto y encima de la cama veo mi maleta, está vacía. «Usted no tiene hijos ni personas a su cargo, es el candidato perfecto para este trabajo, llévese solo lo imprescindible por favor y empiece una nueva vida en África» —me dijeron hace una semana en la agencia de cooperación—. Dije sí, pero mis manos ahora se cierran, incapaces de decidir qué cosas son imprescindibles. Mañana sale el avión, así que tengo poco tiempo para convencerlas de que ese trabajo es la única solución a mi paro eterno y que deben decidir pronto. Voy a la cocina a ver si encuentran inspiración en la nevera.

Mientras camino por el pasillo recuerdo las historias que me contaba mi abuelo sobre cómo vivían en barracones, noches y días indivisibles por el insomnio, partidas de cartas que acababan en peleas y mujeres con las que habían pasado algún que otro buen rato, a oscuras, eso sí, como buenos cristianos. Con eso, y la compañía de un licor tan barato como asesino, pasaban los días. Cada cierto tiempo enviaban dinero a España para cubrir parte de las necesidades de su familia, asumiendo como irremediable la imposibilidad de cubrir con el mismo salario las suyas propias. Así durante cuarenta años.

Mis manos siguen indecisas y no saben qué coger: un yogur, un trozo de queso, un huevo, un poco de morcilla patatera…Pienso que si mi abuelo hubiera tenido una despensa como ésta, no se habría ido. La suya estaba vacía, a la mía solo le faltan caprichos.

Por fin eligen: un poco de queso y un huevo. Pongo el aceite a calentar y les doy el cuchillo jamonero para que corten un trozo del semicurado. Mientras cortan, les doy ideas de cosas imprescindibles que deben meter en la maleta: el pasaporte, la cámara…Me paraliza un escozor intenso en la mano derecha, está sangrando y mucho. Lo del cuchillo jamonero no ha sido buena idea. Intenta ponerse debajo de un chorro de agua fría pero de camino al grifo tropieza con el mango de la sartén, y el aceite, ya caliente, se derrama sobre su hermana gemela. Mis dos manos son ahora caricaturas de lo que eran hace tan solo unos segundos. Una abrasada y la otra herida hasta el tuétano. Así no pueden conducir y llamo al 112: «urgencias ¿dígame?» 

Cuando regreso del hospital intento limpiar los restos del manicidio de la mañana, pero no puedo coger un trapo sin sentir una corriente eléctrica bajando por la columna. Si mis manos pudieran hablar mostrarían su queja de la misma forma que lo hacía mi abuelo cuando por fin pudo regresar a España: en alemán, porque en esa lengua hasta la palabra más amorosa retumba en el tímpano como un aviso de guerra que te pone en alerta. Así que no insisto, lo dejo y me voy a la habitación.

Encima de las sábanas sigue la maleta vacía esperando a que en algún momento de la noche la llenen de cosas imprescindibles. También sigue la foto de mi abuelo Pedro; esta vez no me fijo en sus orejotas, ni en el cigarrillo de sus labios, sino en sus manos y en las de sus compañeros de fábrica. Nunca antes me había fijado en ellas. No consigo diferenciar unas de otras; todas son iguales: grandes, arrugadas, llenas de durezas, desarraigadas y desdibujadas por un trabajo físico que cada día borraba parte de las líneas que marcaban el futuro de sus vidas; quizás por eso no les quedó más remedio que quedarse en el presente y vivirlo a pesar de todo.

Cojo un cigarro huérfano de encima de la mesilla, quito el filtro, lo enciendo y aspiro el humo intensamente, siento cómo avanza hasta mis pulmones relajando todo el cuerpo. Me siento en la cama y mi imagen se refleja en el espejo que hay en la pared de enfrente. Acaricio lentamente esa cara redondita que me mira en un ejercicio de reconocimiento. Empiezo por mis orejotas, con un movimiento suave a lo largo del lóbulo, como hacía de pequeño con las de mi abuelo, la nariz, los ojos, los labios… y las manos. Las miro y reconozco, llevan todo el día acaparando mi atención, como si quisieran decirme algo. Cierto que son tercas, caprichosas y un poco torpes, pero sería una pena borrar sus líneas de vida para convertirlas en otras manos cualesquiera. Con ellas tuve el primer contacto con la piel de mi madre, con ellas descubrí la textura de la comida y el frescor de la tierra, el sexo… con ellas fabriqué mi vida.

Mientras, en mi cabeza, el eco trae una y otra vez las recomendaciones de la agencia de cooperación: solo lo imprescindible por favor, solo lo imprescindible… pero, ¿cómo meter el arraigo en una maleta?.

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