El arte de hacer pie.

El arte de hacer pie.

Charly Rivero

30/04/2020

Esta historia no me ha pasado directamente a mi, pero soy yo la protagonista.

El reloj acariciaba casi la medianoche cuando me serví otra copa de vino. En estos momentos donde el tiempo se ha vuelto tan relativo como el mantener o no las apariencias frente al espejo, no sentí culpa al hacerlo. Estaba revolviendo papeles, una de las tareas que jamas había tenido tanto marketing como ahora, mientras veía caer lo que yo imaginaba como lágrimas por la ventana, me topé con una de las muchas cajas que tengo por los rincones. A veces tengo la sensación que esos papeles que descansan en esas cajas tuvieron mas hogares que yo.  Encontré muchísimas fotos de mi familia, y fotos de esas fotos. Es decir, lo que la memoria te dice de aquel momento, a qué olía ese lugar, a quien miraban realmente esos ojos, y sobre todo por qué el tiempo se llevó algo tan importante y lo dejó escondido en una caja. 

Bebí otro trago y continué devolviendo a la vida personas y veranos por igual. Durante horas no hice otra cosa mas que perderme en esas cartas, diarios o pensamientos que terminaban sin nombre, calculo yo porque nadie firma cuando es uno mismo quien se escribe.  Descubrí un centenar de historias y sus palabras me permitieron viajar a aquellos momentos cuando fueron escritas. El mérito no fue todo mío, el vino hizo su parte. Empecé analizando casi científicamente un relato llamado » La historia de un desembarco» que narraba las aventuras de un adolescente rumbo a América del Sur. Pensaba en su protagonista, en sus miedos, en sus sueños, Si encontraría realmente lo que iba a buscar en ese continente. Quería imaginar sus ojos viendo esa tierra nueva pero con los ojos de turista forzado, esos viajes que son una imposición, a veces de uno mismo y otras de una situación. Esta vez fue la guerra quien había cooperado. Imaginaba los amores que habían quedado atrás y por qué no los que encontraría en su camino.
En la historia él se llamaba Gaspar. Yo le puse ese nombre. 
 
La noche seguía siendo cruel del otro lado de la ventana. No se escuchaba nadie ni nada que interrumpiera mi inmersión en los tesoros que iba encontrando.  El segundo texto que llamó mi atención fue una especie de diario íntimo que vitoreaba las andanzas de otro joven que había dejado su propia guerra para conocer lo que vivía del otro lado de su ventana. Pensaba que las decisiones cruciales en la vida de una persona suelen ser producto de sus propios conflictos y esos momentos no tienen por qué ser únicamente bélicos para propulsar a alguien hacia otro horizonte. A veces basta con sentir ganas de cambiar algo y no es fácil ni mucho menos. En su relato, el joven contaba de la ambigua sensación de felicidad y tristeza que le recorría las venas mientras veía la Cordillera de los Andes a su izquierda. El orgullo que profesaba su decisión la llevaba tatuada en su cara porque dejar atrás una vida medianamente hecha con amores que aún te sostienen la mano para dejarte ir es un sismo interesante en la vida. Y otra vez Europa tenía la culpa. 
Yo también iba sentada junto a él a treinta mil pies de altura mirando los picos nevados de los Andes. Pero Carlos no tenía miedo, yo sí.

Bebí el último trago de vino para dejarme caer por fin en la cama. Al otro día me volvía a vivir a la  Argentina después de casi nueve años de estar en Barcelona y las cajas de los rincones sabían eso. Sabían de mi Padre y de mi Abuelo. Contuvieron sus palabras dándome tiempo para poder crear algunas nuevas, porque esas historias lejos de tener finales son continuamente mi puntapié y ahora estaba a un avión de distancia de abrazarlos nuevamente
Irse. Una acción de lo mas natural y sin mayores consecuencias en el común de nuestros días resulta que aquella vez, en ese lugar y en ese preciso momento, algo se congela en un abrazo, una mirada o una palabra para llevarte esa foto para siempre en tu maleta, vayas donde vayas. 

Como dije, esta historia no me ha pasado directamente a mi, pero soy yo la protagonista.

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