—¡ No nos quedan respiradores libres!— anunció Javier, el médico adjunto.
Alba, jefa del servicio de la unidad de cuidados intensivos, recibía a primera hora la terrible noticia presagiada ya por el devenir de los últimos acontecimientos. Cerró los ojos y respiró todo lo profundamente que le permitían la mascarilla y la pantalla facial que la separaban del mundo exterior y miró al cielo a través de la ventana implorando ayuda. Pensó que el cielo no debería estar tan azul y que el sol no debería brillar tanto. No ese día, ni tampoco los días que le sucederían a ese fatídico diecinueve de marzo. Jamás se hubiese imaginado teniendo que asumir tal responsabilidad. Conocía de primera mano las medidas que se habían adoptado en otros hospitales que estaban en la misma situación y rezaba para que ocurriese el milagro y consiguiesen detener la pandemia. «¡No somos dioses para decidir quién merece vivir y quién no!». Con esas palabras había dado por zanjada la conversación con su colega del hospital vecino tras conocer su protocolo de actuación. A lo largo de su trayectoria profesional, había visto escapar la vida de muchos pacientes pero su conciencia dormía tranquila porque había luchado con todos los medios a su alcance para que éso no sucediera. Ahora no tenía medios. Estaba agotada. La actividad había sido frenética los últimos días y apenas había conseguido descansar las escasas horas en las que su cuerpo se alejaba del hospital sin que la mente pudiese despegarse de allí ni un solo segundo.
— ¿Qué hacemos Alba?— preguntó Javier—. Están llegando más pacientes y algunos están muy graves.
— No nos queda más remedio que extubar a los de mayor edad para ceder el respirador a los más jóvenes— contestó abatida sin acabar de dar crédito a sus propias palabras y con el corazón sangrando de un dolor profundo que quedaría siempre pegado a su piel.
— Pero nuestro paciente de mayor edad es…— dijo sin poder pronunciar su nombre tragándose las lágrimas de una impotencia contenida.
— Lo sé…Yo lo haré.
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