Le preguntaron al escritor si llevaba cocaína y el dijo prefiero porro.
Yo también, pensé; y al parecer también dije, porque enseguida el escritor se dio vuelta y me ofreció fumar. Dejé el vaso en la barra, me puse el buzo y salimos del bar. Encendió el porro y me lo pasó. Humo. Tensiones aliviadas.
– Roberto, escritor. – me lanzó sus etiquetas.
No dije nada. Inflé los pulmones una vez más y se lo pasé.
– ¿Seremos antiguos o demasiado nuevos? – otra vez la voz del escritor -. Debemos estar a la mitad, como esta noche, como nosotros, ratas cenagosas aconteciendo en una triste ciudad.
– Sí, – digo – dos caídos.
– Vos entendés. La noche llega como todas las noches y uno se siente medio Sísifo.
– Eso, medio.
– Las esperanzas van en retirada y la palabra no alcanza. Entonces sentir, ¿y para qué escribir?
– Comprendo.
El bar estaba cerrando. Un viento fuerte y sin violencia soplaba. Terminamos el porro y nos despedimos.
Sísifo… – pensaba en el camino – ¿Qué será? Dolores líquidos y versos decepcionados. Sueños de arena. Siempre en el rincón o más atrás, de espectador, mirando a través de un vidrio opaco. Mientras tanto el vuelo de los muebles, los pelos y las llagas de la boca. Vamos buscando el tacto de una nube o el gozo de una pava hirviendo y entre alguna calesita, causa o suerte, intentamos madrugar.
Llegué al departamento y sin pasar por el baño me metí en la cama. La vida era una silla sin patas y se paseaba en calzoncillos entre los platos de ayer y los puchos de siempre. Todo por nada, y yo que me exigía la tontería de la parcialidad. Ningún lugar iba a ser casa si no dejaba de buscar. No había tierra prometida, era viento.
Estaba boca arriba, tapado hasta los hombros y por dormirme cuando lo vi. Ya no había sogas gastadas, ni sensibles faltas. Por fin, supe lo que quería. Al final resultaba fácil vivir y la muerte no era otra cosa más que una gelatina sin sabor, daba consistencia. Todo en mí era acción. ¡Qué claro lo veía! Me dormí.
Al salir el Sol desperté, salí de la cama, caminé hasta el baño y me paré frente al espejo. Ahí estaba, enjuto, con una gran sombra bajo los ojos y una boca de adorno. Me sentía de gusto, vacío. Resolví volver a acostarme. Esta vez destapado, descubrí la contradicción: de cuerpo dormido soy capaz de todo. La vida en la cama tiene el respaldo del sueño y no hay de qué preocuparse. Uno puede dejarse caer, porque no hay caída, uno puede trazar mil vidas y estar dispuesto a todas. Nada de antojos que nos dominen, nada de burlas ni viejas derrotas. Estando horizontal, el tiempo y la trama nos pertenecen. Estando horizontal, podemos perdonarnos no estar intentándolo.

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