Mi mente era perfectamente capaz de dibujar aquella escena tan idílicamente rural. Y todo, gracias a la innata habilidad de mi abuela a la hora de contar historias. Ella era una escritora en potencia, pero entonces, sus hojas en blanco era yo misma, que no hacía más que escucharla con mucho interés y admiración junto a su brasero de casa; nuestro habitual punto de encuentro.
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El olor a tierra mojada, el viento en la cara y al compás de sus pensamientos, el carretero avanzaba campo a través. Dispuesto a emprender su jornada, arreaba con paciencia a sus dos robustos compañeros: los bueyes que, por su tamaño y constitución, habían nacido para soportar enormes cargas a sus lomos. Y así, diariamente, el carretero trabajaba a destajo hasta la hora de comer; la más deseada después de desayunar como un auténtico rey. Y es que, allí donde no hay un tic tac mecánico a mano, el estómago es el mejor reloj que existe. Sobre todo el suyo, que estaba tan bien acostumbrado.
En busca de la sombra bajo la copa de un árbol, el carretero procuraba coincidir con otros compañeros que se dedicaban a lo mismo: transportar todo tipo de materiales pesados como la madera o más ligeros como los cereales. Cada cual con su bota de vino y su petate, se fraguaba una costumbre que algunos consideran “mera reunión de amigos” pero que los señores carreteros llamaban, simple y llanamente, “yo traigo esto, tú traes lo otro y ya vemos lo que hacemos”. Guisos de todos los olores y colores, aromas improvisados… Platos exquisitos que se acababan convirtiendo en recetas populares. Como el famoso “Pollo a lo Carretero”.
Pepón solía llevar siempre pan, pues no concebía comer sin él. “Oro blanco”, lo llamaba. Juanma, finas hebras de azafrán, a primera vista “Oro rojo” pero que luego, amarillea los ingredientes y amarga en el paladar: una fragancia única, similar al heno y ligeramente metálica. Y finalmente, Manolo, la carne. Cacerola, hornillo portátil… y seis manos a la obra, dispuestas a inventar algo decente que resultó ser excepcional.
Mientras un carretero majaba el azafrán con mucho ajo y agua, los otros preparaban el pollo. A la salsa decidieron añadirle vinagre y el pan duro, que acabó siendo rallado. Lo suficientemente espesa y amarilla, olía deliciosa. Orgullosos de su proeza culinaria, la distribuyeron sobre la carne… ¡y empezaron a comer! Entre bocado y bocado, sólo se escuchaban una sucesión de onomatopeyas que animaban a rebañar el plato.
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Aquel día nacía una receta estrella que, años después, llegaría a manos de mi abuela. Cuando ella faltó, empecé entonces a hacerla yo como buenamente podía, pero jamás conseguí que me saliera tal y como la recuerdo. Aquel sabor campestre ya no era como el de aquellos carreteros, ni tampoco el intenso olor azafranado era el de mi querida Bueli. Ahora, entre el recuerdo, la añoranza y una buena pizca de innovación y estilo propio, el “Pollo a lo Carretero” era mío. Auténticamente mío.
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