DEMETRIA

Gonzalo Fragui

Sus grandes ojos, color aceituna, mostraban tristeza. Vestía ropas extrañas, demasiado gruesas y vistosas para un pueblito con tanto calor y olvido como Carora, una lejana provincia al oeste de Venezuela. Su rostro delicado y pálido mostraba cansancio y desolación. Angélica Querales, con esa intuición que tienen las madres, o con esa curiosidad de las mujeres, (o por ambas razones), se acercó y preguntó que si necesitaba ayuda. La señora se levantó de la maleta donde estaba sentada y extendió agradecida sus largas manos. Era extremadamente alta y no hablaba español. Angélica, con señas, la invitó a su casa. Al llegar, fueron a la cocina. La forastera sacó un mapa donde señaló un país: Grecia. Angélica creyó tener resuelto el problema. En Carora había varias familias griegas. Tomaron café en silencio y salieron en busca del griego más cercano.

Las dos mujeres llegaron a una bodega que estaba en la Plaza Bolívar y rápidamente se aclaró el enigma. Un hombre bonachón, de boina negra, escuchaba pacientemente y traducía las novedades a Angélica. Dimitra Bonakys, que así se llamaba la recién llegada, se había casado por poder con un griego que vivía en Carora pero que, extrañamente, después de casarse no se habían podido volver a comunicar. Dimitra llegó incluso a pensar que quizá el recién casado se habría arrepentido. Ella le escribía cartas y telegramas pero el esposo no respondía. Efectivamente en Carora vivía un griego llamado Filemón, quien tenía una modesta tienda de telas y alfombras y había informado a la comunidad griega que se había casado por poder con una señorita griega de nombre Dimitra, que muy pronto llegaría a Venezuela. Lamentablemente, a los pocos días del matrimonio, Filemón murió. Dimitra no lo podía creer. El griego de la bodega explicaba la situación con lujo de detalles mientras la desposada se deshacía en llanto. Angélica permaneció en silencio y luego invitó de nuevo a Dimitra a su casa, y le dijo que podía quedarse todo el tiempo que quisiera.

Dimitra fue adaptándose a la generosidad de los vecinos, al cariño de sus paisanos griegos pero, sobre todo, a la amistad de Angélica, donde se quedó a vivir a pesar de que Filemón tenía una casa en las afueras del pueblo. Poco a poco Dimitra fue resolviendo los trámites de residencia y poniendo en orden su vida, la tienda, la casa y los pocos bienes que le había dejado su difunto esposo.

Dimitra no volvió a casarse ni regresó a Grecia. Le aterraban las guerras, a pesar de que los cuentos que contaba a los niños estaban llenos de batallas, de héroes, de caballos de madera y de grandes embarcaciones como en la que ella había llegado desde tan lejos. De lunes a viernes trabajaba en su tienda y los fines de semana cocinaba exóticas comidas griegas. Aprendió a medias el español y ayudaba con el cuidado de los niños, quienes nunca supieron decirle correctamente el nombre. Le decían Demetria, y ella no sólo terminó aceptándolo sino que además asumió como segundo apellido el de Angélica, a quien consideró para siempre como su hermana. Empezó a hacerse llamar, y así está escrito su epitafio en una tumba de Carora:

DEMETRIA BONAKYS QUERALES

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