Están en cubierta.
Van once días desde que vieron por última vez el cielo fundirse con la tierra en una bruma indivisible. Once días de un horizonte inabarcable. Ni con todas las esperanzas, los sueños, las fuerzas. Es inabarcable como la miseria y la desesperación que dejaron atrás. Hace once días.
Alguien saca de un bolsillo un acordeón y silva unas notas al frio, húmedo y salado aire que los envuelve. Más salado que frio y húmedo, porque allí solo hay mar. Alguien más se acerca con una guitarra y acompaña los sonidos desordenados que hacen bailar dos, tres, ahora cuatro niñas al otro lado de la cubierta. Bailan sin preocupación; bailan, porque aún no saben que cuando toquen tierra, la vida será como la piel de una roca. Dura y áspera.
Sus madres las miran, pero no se animan a quitarles la única sonrisa que expresaron desde que la travesía comenzó. En cubierta se puede sonreír, porque el aire es otro. Allí abajo es más difícil; hacinamiento, comida escasa, olor a sopa grasienta y transpiración acumulada. Ruidos y más ruidos que retumban entre la gente porque no tienen por donde escapar.
El aire salado y las pocas gotas que les salpica el mar los hacen sentir vivos otra vez. Un violín se escucha cada vez más cerca y se une a la sinfónica desordenada, imprevisible; los niños también se acercan. Primero, tímidos; luego saltan, aplauden, ríen, dan volteretas. Más y más rostros gastados se agolpan, y tratan de olvidar los amores que dejaron, los padres que no volverán a ver, los hermanos a los que prometieron…No, las promesas no se olvidarán. Porque además de una sábana atada al hombro con dos mudas de ropa y un par de direcciones a dónde acudir, traen las promesas que pesan más que la guitarra, el acordeón y las dos mudas.
Desde aquel primer acorde, a once días de haber zarpado, las tardes en la cubierta se tiñeron de olor a cantina y ruidos de un pueblo improvisado. Se escuchan gritos de euforia, aplausos al compás, se ven mujeres que sonríen, hombres que agitan otros hombres. Por fin hubo alguien que se animó a que esas interminables horas tuvieran un momento de sosiego. Como en esas noches de calles polvorientas donde se juntaban a tomar alcohol y jugar a las cartas, en algún pobre y lejano pueblo lleno de hastío. Un bar como un oasis en medio de la desazón.
Nadie escucha que alguien está gritando “Tierra”, y ese alguien lo grita más fuerte, se sube tomado de una soga a una tarima, y grita para que todos escuchen “Tierraaaaaa”. Y la voz se quiebra en la última A que pronuncia. Y llora como un niño, solo que es un hombre de esos de piel lijada y surcos profundos. Y de repente la palabra tierra suena como la mejor de las melodías. “Terra”, y hasta algún “Boden” que se mezcla entre el grito y el llanto.
Las figuras en el horizonte se hacen nítidas, se espesan en sus formas; un faro, pequeñas luces aisladas, edificios que toman una tercera dimensión. Y un mundo. Parecido, pero muy diferente.
Parecido por lo que ellos traen; esperanzas, fuerza de voluntad, resistencia. Diferente por lo que encontraron; pobreza, desigualdad, lucha en vano, explotación, soberbia.
Serán desde ahora, propietarios de una bruta y tosca capacidad de fundir lo parecido y lo diferente y hacer de a poco un mundo a su medida. No tan apretado como esos días de olor a sopa grasienta y voces mezcladas en una última clase de un barco cualquiera. Holgado en promesas rotas y engaños de una vida mejor.
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