CONOZCO MUY BIEN MI OSCURIDAD

CONOZCO MUY BIEN MI OSCURIDAD

Laura emprendió un viaje, sin saber dónde ni qué la llevaba. Sabía perfectamente que, aquella, era una expedición sin posibilidad de retorno. Una travesía que le arrastraba a buscar deseos sumergidos en océanos de necesidad.
Cuando avistó el cruce de carreteras, todo eran preguntas suspendidas, pero intuía que había llegado a su destino. Cruzó un pequeño puente de piedra y subió por una carretera de curvas sinuosas mientras contemplaba unos robles inmensos que soportaban el peso de los cielos. La carretera se hacía cada vez más escarpada y pasaba entre dos enormes peñascos. Al salir de un desfiladero, se adentró en una zona muy boscosa. Entre los árboles observó una vieja vía de tren que bordeaba la montaña y, también, que la oscuridad da formas tornadizas a las sombras. Era una noche de luna llena que ocultaban las nubes.

Para ella, un recorrido así por la naturaleza más salvaje y extraordinaria, de colores violentos y sugerentes, le suponía recuperar un paseo por los sentidos que probablemente aturdidos por la vorágine claustrofóbica de la ciudad, parecían olvidados. Era un ejercicio de contemplación que le reconfortaba, allí donde se sucedían bosques, lagos, ríos y cielos. Un ejercicio que, sin poder evitarlo, enajenaba su alma. Como tampoco podía evitar que emergieran los recuerdos de su niñez, en casa de sus abuelos: aquellos atardeceres de verano dejados a merced de la luz. La pizarra de los tejados. Las pequeñas fincas agrícolas. El olor previo de las tormentas. El tacto de la hierba mojada por el río. Y el temor de adentrarse en la espesura cuando llegaba la noche.
Tardó lo que tarda el ojo humano en darse cuenta que, en medio de la carretera, había un animal que estaba parado y le impedía continuar su viaje. Se ayudó de las luces de largo alcance para tener buena visibilidad. Y comprobó que era un animal extraño que no apartaba sus enigmáticos ojos del auto. Parecía un gran chivo de aspecto fantasmagórico…

Esperó paciente, dentro del auto, a que el animal se marchará. Sin embargo, continuó inmóvil y desafiante, observándola. Mientras ella, temblorosa y desconcertada, intentaba no ponerse nerviosa.

«¿Se marchará si toco el claxon?», meditó contrariada.

Lo hizo. Una y otra vez. Pero el animal seguía sin inmutarse, plantado como una estatua de mármol. Inalterable. El pánico comenzó a apoderarse de ella.

—¡Maldita sea! ¡Vete, vete! — gritó desesperada, mientras observaba aquellos ojos misteriosos.

Cuando la situación empezaba a ser desesperante, súbitamente, el animal se apoyó sobre sus patas traseras, sin apartar los ojos del auto, dio un salto y desapareció en el bosque.

Aunque estaba algo conmocionada por el episodio de la carretera, pudo continuar su viaje hasta llegar a la entrada del pueblo. Se bajó del auto y observó a un perro que ladraba a sus miedos bajo un cartel luminoso. El cartel pertenecía a «El sueño», un pequeño hostal que anunciaba habitaciones libres. Esa noche se alojaría en la habitación número nueve.
Se dio una ducha para recuperarse del viaje y se tumbó en la cama. Su melena alborotada, su torso desnudo y su mirada fija sobre un punto del techo. Luego se incorporó y se fue hacia el espejo que había en la pared. Se contempló como solo una mujer sabe mirarse cuando está desnuda. Y se vio como una criatura hermosa, llamativa y desafiante.

“Lo cierto es que una mujer debe sentirse segura cuando está desnuda”, pensó. Y en su rostro se dibujó una sonrisa distinta.

Después, se enfundó un camisón negro, que se adaptaba perfectamente a su cuerpo, y cubrió su desnudez. Sin embargo, su sensualidad seguía creciendo. Era cada vez más latente. Regresó a la cama y sintió un soplo de aire fresco que entraba por la ventana. Una brisa salvaje que arrastraba el murmullo del bosque. Era una sensación muy agradable que, nunca, antes había sentido. Una sensación diferente. Luego cerró los ojos y escuchó su propia respiración. En su piel podía sentir todavía la humedad de la ducha. De repente, comenzó a vibrar el teléfono móvil, que parecía despertar de un largo letargo. Sonó con un zumbido. Luego otro. Y otro. Dejó que sonara con un zumbido más, antes de contestar.

— ¿Sí?

Del otro lado de la línea se escuchó una voz oscura que parecía lejana.

— ¿Quién eres…?—dijo la voz.

—No soy nadie… sin mi señor —dijo temblorosa.

—¿Qué guardas ? — insistió.

—Un gran secreto inconfesado que pertenece solo a mi señor.

—¿Qué llevas puesto sobre tu cuerpo ?

— El deseo, mi señor…

—El deseo tiene prisa —le espetó la voz oscura, que se escuchaba ya muy lejana.

Un olor muy fuerte comenzó a entrar en la habitación. Le recordaba el olor de las caballerizas que visitaba siendo una niña. La voz oscura seguía escuchándose. Eran palabras imprecisas, susurros quizá. Después sonó un estruendo que se escuchó en todo el pasillo. La luz tenue de la lámpara parecía querer apagarse. Y comenzaron a sonar unas pisadas que se aproximaron lentamente. El olor se hacía más intenso, más penetrante. Luego, la voz oscura se fue apagando, poco a poco, y ella colgó el teléfono. Fue cuando notó aquella presencia arrolladora del otro lado de la puerta. El corazón se le encogió en el pecho. Hubo un momento en el que le pareció que quería arrepentirse, pero ya no había marcha atrás. Era ella quien había propiciado ese encuentro. Ella que lo había abandonado todo. Los pequeños temores se agolparon alrededor de su corazón inquieto. “Por fin vería su rostro…”

Cuando se despertó aún estaba aturdida. No sabía muy bien dónde estaba. O si todo había sido un sueño. Luego notó que alguien dormía a su lado. Y escuchó una respiración muy fuerte, casi un gruñido, aunque no llegaba a ser un ronquido”

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