Suena el despertador a las 6 de la mañana, aunque el olor a café recién hecho me ha despertado minutos antes. Es un desayuno de despedida con las miradas inciertas de mis padres y mi hermana, que se sienten vulnerables.

Aeropuerto, maleta de 20 kilos y mochila de 10, no me dejan subir más peso al avión, ni aunque supieran que me marcho de Valencia para una larga temporada.

Salida hacia BLN-TGL, despedidas, abrazos y un beso en la mejilla.

—¡Cuídate!—. —Avisa cuando llegues—. —¿Lo llevas todo?—.

Ya no escucho, solamente presto atención a los ruidos del control, pitidos, bandejas de plástico, largos tragos de botellas de agua acabándose con prisas. Pero sé a dónde voy y una dulce excitación por las ganas de conocer mi destino se ha apoderado de mí.

Al fin llegamos a Berlín. Somos tres amigas y juntas emprendemos esta aventura que debía durar 9 meses, pero que yo fui alargando felizmente. Cuando llegamos a la residencia de estudiantes nos recibe el hombre que me acompañará durante los próximos tres años. Podría haber pasado el tiempo sin saber siquiera su nombre. No obstante, mi caparazón se fue derritiendo poco a poco a medida que subía la temperatura de la residencia, en noviembre ya contábamos con 0 grados en la calle, pero yo me desnudaba ante mi sueño berlinés en una habitación de 5 metros.

Berlín… Atardeceres inacabables en puentes y colinas inventadas, pues allí no tienen zonas montañosas, así que las construyen; discotecas con código de ropa nude para fiestas extravagantes, diversidad de gente, música, relaciones, calles inmensas y repletas de sonrisas y de empatía. Esa empatía tuve la suerte de sentir desde el mismísimo momento en que pisé el aeropuerto de Tegel. El idioma, por ejemplo, no era un problema para la dependienta de mi panadería favorita, ella me animaba a intentarlo y nos reíamos con mi berlinés imperfecto. En la empresa solamente me pidieron manejar un poco de inglés, y mis compis alemanes quisieron aprender español conmigo: —Aber ich muss deutsch lernen… —, les increpaba con un alemán amateur. —Sí, sí, pero aquí puedes hablar inglés y enseñar español a nosotras. —, me suplicaba Stefy. A ella le compré la bici y se convirtió en seguida en mi amiga, junto con su novia, que hacía mercadillo de ropa de segunda mano cada mes en su casa.

Mientras escribo llevo puesta una rebeca de lana que le compré a Isa para paliar el frío.

Aún recuerdo el olor a kebab de la calle Mehringdamm, el mejor de la ciudad que nos tenía en vilo haciendo colas larguísimas bajo la nieve. Tomábamos cervezas improvisadas cada fin de semana, cada tarde después del trabajo, en el parque, en la salida del metro, sobre las bicis. Aunque se empeñaba con cabezonería, ni siquiera el gélido invierno nos paraba los pies. Éramos como niñas jugando todo el rato, sin nada más importante que disfrutar de cada esquina de la ciudad, y todas, todos, estábamos en la misma esfera espacio-temporal. Parecía que vivíamos en un sueño y estábamos aprovechando cada instante porque debía acabar pronto.

Todavía no existía el WhatsApp, y cuando llegó decidimos no participar de ello, no nos hacía falta. Éramos una familia conectada a todas horas por los raíles del tranvía berlinés, nada nos podía unir más. —¿Por qué no te lo descargas?—, insistían mis amigos de Valencia. —¡Es genial! Podremos hablar a todas horas y gratis. —, intentaba convencerme mi madre. Pero, ¿de qué iba a hablar yo con ellos? No tenía nada que compartir, si pretendía que me entendieran. Mi vida en Berlín era imposible de comprender para los extraños de fuera. Fuera era para mí lo que había sido mi casa durante 25 años. ¡Qué ocurrencias!

Es un sentimiento difícil de explicar que se atraganta a quienes intentan entenderlo; cambias de vida, de costumbres, del modo de mirar las cosas, incluso de nombre si hubieras podido. En mi trabajo nos poníamos alias, Ágata fue el mío, y durante el tiempo que trabajamos juntas me pareció que realmente mudaba de piel. Parece insensato pero es lo que deseaba, y todavía hoy asoma Ágata de vez en cuando para recordarme lo felices que fuimos.

Pero todo sentimiento llega a su fin.

Los últimos seis meses me había sumido en una apatía que me corroía por dentro. Ni siquiera los atardeceres inacabables me consolaban. Si pudiera haber encontrado trabajo… ¡no! ¡No era eso! ¿Lo intenté siquiera? Si intentarlo significa depositar el currículum dentro de buzones sin cara, más escéptica yo que la mentira sobre el B2 de alemán, puede. Pero no era eso, no. Llegó un día clave en que me descubrí hastiada de todo, la decisión debía ser definitiva, ya fuera aquí o allá, sentí que debía dejar de jugar.

Decidí volver a casa, porque podía. La migración no siempre es tan amable. Con la perfecta excusa de la ausencia de trabajo y con lágrimas que no habían podido salvar mi relación amorosa… Aunque no quería salvar ya nada. No fui yo sola, sino que en pocos meses la vuelta a casa fue ganando la partida. Puede que se tratara de un ciclo que acababa, la vida son temporadas. ¿Buscábamos acaso volver a sentir esa sorpresa por lo desconocido? En efecto, el lugar a donde volvíamos había cambiado, a pesar de ser nuestro hogar.

Aeropuerto, maleta de 20 kilos y mochila de 10, no me dejan subir más peso al avión, ni aunque supieran que me marcho de Berlín para siempre.

Salida hacia VLC, despedidas, abrazos, un beso en la mejilla.

Ya no escucho, solamente presto atención a los ruidos del control, pitidos, bandejas de plástico, largos tragos de botellas de agua acabándose con prisas. Pero ahora la que bebe ese agua soy yo, presa del nerviosismo. El beso en la mejilla me quema tanto que necesito hidratarme.

La incertidumbre de no saber a dónde voy se ha apoderado de mí, pero me calma saber que me voy.

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