Cocina de autor

En el salón, frente a la página en blanco, se ofrecen pistachos y un Gin Tonic que, junto a los aromas que comienzan a emanar de la cocina, pretenden abrir el apetito y preparar la trama.

Poco después, el escritor toma posesión de la mesa y la inspiración comienza a fluir. Sin embargo, escribe apenas un pequeño entremés en láminas de carpaccio de ternera y parmesano decoradas con acentos de arúgula. Un jitomate miniatura no opone resistencia de tan fresco y con su néctar prepara el gusto para el siguiente episodio.

Con el segundo tiempo, el planteamiento comienza a desenvolverse. El ceviche de atún sobre folios de lechuga es un festín, cuando se esparcen entre el paladar y la lengua los sabores del jengibre y las hojas de cilantro rociadas con vinagre de arroz y aceite de oliva. La tinta de calamar adorna con elegancia el final del capítulo.

Las exhalaciones del fogón distraen momentáneamente a la musa. El olor del zumo de la cebolla carbonizándose en los bordes de cada trozo con el calor del aceite y el perfume de ajo que durante unos segundos impregna el ambiente, provocan que el escritor cierre los ojos y aspire profundamente.

Llegan nuevos aromas que escapan del horno y mantienen la tensión anunciando el punto de giro.

La dramática salsa de jitomate, la que cubre el pastel de aves y volutas de humo envuelto en listones de tocino, restablece la iluminación. Entre labios y dientes, los diálogos de la carne especiada, compacta, jugosa, con las calabazas crujientes, en su punto, dirigen la escena con mucha soltura hacia el desenlace.

El escritor duda ahora. La hoja sigue en blanco. En su mente imagina sabores y colores. Sabe que el lector está ansioso y que necesita provocar el destello de palabras en el clímax.

Elige un final romántico, bañado en salsa de chocolate, relleno de helado almendrado, con un toque de licor de grosella. Un final breve, para luego saborear la creación en la sala de fumadores con un café y un brandy, a manera de epílogo.